Roberto Bolaño: veinte años de la muerte de un escritor enigmático y salvaje
Pese al tiempo transcurrido, la vida y la obra del chileno sigue abriendo profundos y variados interrogantes que van más allá de la mitología fagocitada y aderezada de su imagen
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A veinte años de la muerte de Roberto Bolaño (Santiago de Chile, 1953-Barcelona, 2003) la primera pregunta que surge, inevitablemente, es si su obra todavía perdura. La segunda pregunta, evidentemente, es si su obra ha dejado una huella, o un legado, entre los escritores y los lectores de las generaciones siguientes. Sean cuales fueran esas respuestas, lo cierto es que la obra del escritor chileno, una obra inmensa, arbórea y monumental, no sólo no ha dejado de crecer, literalmente, durante las últimas dos décadas, sino que su imagen, además (la imagen del escritor pobre y latinoamericano en Europa) no ha hecho más que agigantarse y, en algunos casos, incluso fagocitarse. Asimismo, no es extraño que muchos de los jóvenes latinoamericanos que hoy en día desean abrazar el sueño de escribir, deban el origen de ese sueño, precisamente, al encuentro con la literatura, y también con la vida, de Roberto Bolaño.
No resulta nada fácil, de cualquier modo, decir algo nuevo con respecto a Bolaño y a su vida y a su literatura, en especial porque en estos veinte años prácticamente ya se ha dicho y se ha escrito todo sobre él y también porque Bolaño, a pesar de su muerte a los cincuenta años de edad, siguió estando muy presente en el mercado y en el mundo editorial y cultural en todos estos años. En ese sentido, han sido varios y muchos los homenajes, las mesas redondas, las cátedras y las exposiciones que se han hecho en su nombre y han sido varios, también, los manuscritos del escritor hallados en archivos, en libretas y en cuadernos y que sus herederos no dudaron en convertir en libros póstumos. Impulsados, tal vez, por el interés que la obra de Bolaño suscitó en Estados Unidos tras la publicación de «2666», una novela que el escritor logró terminar poco antes de su muerte y que, traducida al inglés en 2009, se alzó nada menos que con el National Book Critics Circle Award.
Esa imagen, la imagen algo mítica de escritor pobre y latinoamericano que muere relativamente joven en Barcelona ha eclipsado, desde su muerte hasta hoy, la imagen del otro Bolaño: el Bolaño de carne y hueso que publicó en vida libros esenciales para la literatura latinoamericana, e incluso hispanoamericana, como «Estrella distante» o «Los detectives salvajes»; el Bolaño que le hacía la comida a su hijo y escribía para ganarse la vida y ganarle, de paso, el pulso a la muerte; el Bolaño para quien escribir, por otra parte, era algo así como estar en un cuarto oscuro, lleno de animales salvajes; el Bolaño, en todo caso, para quien escribir y vivir eran casi dos sinónimos.
El otro Bolaño, en cambio, el Bolaño que trascendió a su muerte y que dejó unos cuantos manuscritos que luego se hicieron libros (desde los imprescindibles «El gaucho insufrible» y «2666», que el escritor chileno dejó terminados y listos para su publicación, hasta los menos importantes como «El Tercer Reich » o «El secreto del mal») y sobre el que se ha construido una imagen mítica hasta el punto de que en Blanes, su ciudad de adopción, hay una ruta turística literaria y biográfica, si bien es un Bolaño lejano de su entorno vital y de su realidad, no deja de complementarse, de alguna manera, con el Bolaño real.
Es que Bolaño, más allá de haber dejado varios textos inconclusos, no dejó de imaginarse o de verse (según la respuesta que le dio a Mónica Maristain en la última entrevista que concedió) como un escritor póstumo. Un destino, por otra parte, que Bolaño no sólo imaginaba para todos los escritores, sino también un término que le sonaba a nombre de gladiador romano. Al nombre de un gladiador invicto que luchaba, como Bolaño con su escritura, con el único propósito de darse valor, como ese personaje de Borges que es invitado a pelar y, sabiendo que saldrá derrotado, agarra su cuchillo y sale a la llanura.
Así, lejos de distanciarse el uno del otro, los dos Bolaños, a veinte años de su muerte, no pueden pensarse el uno sin el otro. Porque entre el Bolaño que publicó sus libros en vida, el Bolaño para quien la apuesta por la literatura fue una apuesta vital y visceral, y el Bolaño póstumo, con aires de héroe romántico, y cuya silueta fue trazada más por el mito que por la biografía, no hay una ruptura sino una continuidad, a pesar de que la mayoría de sus libros póstumos (con excepción de «El gaucho insufrible», «2666» y, tal vez, «Los sinsabores del verdadero policía) no tengan el peso de sus libros publicados en vida, como «Estrella distante» o «Los detectives salvajes». Así y todo, la figura del Bolaño real, que publicó sus libros en vida, que fue un hombre que vivió según las circunstancias, un padre de familia que vivía en la Costa Brava y que murió relativamente joven (y sabiéndose póstumo) es la que ha prevalecido, a pesar de todo, frente al Bolaño mítico y cuya imagen, en ocasiones, no se corresponde con la realidad vivida por el escritor chileno.
Es que no es lo mismo la vida de un poeta chileno que vive con su familia en México y que regresa a Chile en 1973, con sólo veinte años, para defender el gobierno de Allende ante el golpe de Pinochet y que, tras ser encarcelado, regresa a México con ganas de dinamitar, con un movimiento llamado el infrarrealismo, la poesía acartonada representada por Octavio Paz y por «los cerdos fríos» y que, unos años más tarde, canjea el D.F. por Barcelona para adentrarse en los laberintos del sueño y la pesadilla y la poesía y la literatura, cada vez más lejos, eso sí, como escribió en un poema, del punto de partida, que la vida de un personaje mítico. Tan ajeno, a veces, de su propia vida.
La vida y la obra de Roberto Bolaño, al cumplirse veinte años de su muerte, no deja de abrir un interrogante. Porque más allá de su imagen mítica, fagocitada, y de sus manuscritos póstumos, su obra es lo que realmente perdura. Una obra, claro, unida a su vida, y una obra, también, que perdura en sus textos póstumo. Porque más allá de la calidad o de la diferencia entre sus textos publicados en vida y sus textos póstumos, lo que perdura es un hombre que se gana la vida como puede y escribe y cuya apuesta, una apuesta que es a todo o nada y en la que, lo sabe, saldrá perdedor.
Póstumo o no, lo cierto es que desde aquellos años del Boom no aparecía, en la literatura latinoamericana, e incluso en la literatura española, un escritor como Roberto Bolaño. Un escritor que, como señaló Enrique Vila-Matas a propósito de «Los detectives salvajes» (novela que se alzó con el Premio Herralde Novela en 1998 y el Premio Rómulo Gallegos el año siguiente) dejó atrás obras como «Rayuela» de Cortázar y abrió, sin saberlo, caminos por los que transitará no sólo la literatura hispanoamericana, sino la literatura del porvenir. Y no sólo caminos que tienen que ver con la audacia narrativa, con recursos estilísticos como el uso de la biografía o de la enumeración innumerable o la recreación de un habla oral y original, sino también, y sobre todo (y ése, quizás, es su mayor legado) con la apuesta literaria, con el riesgo que todo escritor, si desea entregar su vida a un amo implacable como la escritura, debe asumir. Un legado que, como todo buen legado, no haga que se voltee la vista atrás, sino que, a pesar de todo, la escritura siga siendo algo que se escribe sin delirio y sin timón, pero con la vista adelante, siempre adelante.
Una monumental novela con instrucciones
Quince han sido, desde su muerte hasta hoy, los libros de Bolaño publicados de manera póstuma. De todos ellos, sólo dos, «El gaucho insufrible», de relatos, que entregó a su editor de aquel momento, Jorge Herralde, poco antes de morir, y «2666», una monumental novela dividida en cinco partes y cuyas instrucciones de publicación dejó rigurosamente apuntadas, fueron, de alguna manera, revisadas por el propio Bolaño y pensándose ya como un escritor póstumo. Los libros restantes, en cambio, provienen de libretas, de archivos y manuscritos que el autor de «Los detectives salvajes» dejó a mitad de camino o simplemente a medias, embarcado tal vez en otros proyectos más urgentes. Su obra completa, en cualquier caso, ya sea la publicada en vida o de forma póstuma, sigue siendo una atracción, una estrella distante que, veinte años después de su muerte, continúa iluminando el camino de la literatura en la lengua española.