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La polémica muerte de la viuda de Napoleón

Murió de forma repentina tras pasar por un episodio acompañado de fiebre alta y de que los médicos no lograran atajarla
María Luisa siempre fue una mujer de salud frágil y delicada Kunsthistorischen Museum

Madrid Creada:

Última actualización:

Nacida en Viena el 12 de diciembre de 1791, siete años antes de su muerte un distinguido viajero la encontró a su paso por Ischl, una estación de aguas frías, cloruradas sódicas, en la Alta Austria que separaba el Tirol del ducado de Salzburgo. Si no le hubiesen advertido al hombre que aquella mujer de apariencia vulgar y fornida, asomada a la ventana de una casa modesta, era la viuda del otrora emperador de los franceses, María Luisa de Habsburgo en carne y hueso, jamás lo hubiese creído.
Pero sí, era ella. La misma que no esperó a la muerte de su imperial esposo para arrojarse en brazos de Adam Adalbert von Neipperg, mientras Napoleón se carcomía de tristeza y soledad en el destierro de Elba. Era la madre del pequeño y rubicundo Napoleón François Joseph Charles Bonaparte, apodado El Aguilucho. Sobre la muerte de María Luisa han circulado todo tipo de leyendas, incluida la del envenenamiento. En opinión del doctor Caggiati, que trató a algunos hijos de María Luisa y que pudo recoger de sus propios labios detalles inéditos sobre la muerte de su madre, «la muerte de la emperatriz fue natural», sentenciaba. Sabemos que la viuda del César padecía mucho de reumatismo y que iba a tratarse a las aguas de Ischl –la ciudad balneario que se haría célebre, años después, por ser el lugar donde Francisco I firmó la declaración de guerra contra Serbia, que daría lugar a la Primera Guerra Mundial–, así como a su residencia de Sala, al pie de los Apeninos.
Pero no fue hasta el jueves 9 de septiembre de 1847, cuando la archiduquesa experimentó los primeros síntomas de la enfermedad que le llevaría sin remedio a la tumba. Ese día, como de costumbre, salió a dar un paseo a media mañana en compañía de una de sus damas y del chambelán de servicio. Poco antes, le había confesado a madame de Zobel que había pasado una mala noche y que al respirar hondo sentía un dolor agudo en el lado derecho del pecho. Cerca de la Puerta Nueva, en un camino transversal, uno de los caballos de su coche se había espantado al acercarse una carreta. Presa del miedo, María Luisa quiso regresar a pie, pero finalmente subió al coche por indicación de sus acompañantes para proseguir el paseo. Antes de almorzar, sobre las dos de la tarde, sintió escalofríos y apenas pudo comer algo. A las cuatro y media, su médico Fritsch comprobó que tenía fiebre alta y le aconsejó que guardase cama.
Pese a ello, María Luisa recibió aquella noche a los componentes de su tertulia privada: su esposo, el conde de Bombelles, el chambelán de servicio, el médico, el bibliotecario y las damas de palacio. Durante la velada, la enferma apenas se quejó. Pero habiendo percibido su malestar, el doctor Frisch volvió a tomarle la temperatura y se cercioró de que la fiebre persistía, rogándole en consecuencia que se acostase de inmediato. Ella obedeció sin rechistar. La fiebre iba en aumento, lo mismo que la punzada del costado y los accesos de tos, mientras los escalofríos daban paso a sensaciones repentinas de calor.
En vista de todo ello, el doctor Frisch llegó a la conclusión de que la archiduquesa padecía una pleuresía tan grave, que su vida peligraba. Acusado de envenenar a su penitente María Luisa, el sacerdote Antonio María Lamprecht había fallecido el 7 de diciembre, tras unos días de penosa enfermedad, probablemente a causa de una neumonía infecciosa. Así se explicaría cómo pudo contagiársela a María Luisa en una de sus frecuentes visitas, y justificaría también las murmuraciones desatadas tras el desenlace fatal de la archiduquesa. María Luisa, en su caso, se resistió más a la muerte debido a su vigorosa constitución.
El médico le practicó una sangría, a la que siguió un copioso sudor y ningún alivio en la paciente, que pasó la noche entera en vela. A las siete de la mañana, volvió a someterse a una segunda sangría, experimentando esta vez una notable mejoría. El 12 de diciembre, la tos fue muy ligera, pero al día siguiente persistían la dificultad para respirar y los dolores en el pecho. La archiduquesa estaba tan débil, que llegó a perder el conocimiento. Una vez recobrado el sentido, le sobrevino a las diez de la noche un aumento exacerbado de la fiebre, acompañado de fuertes calambres que duraron cuatro horas, localizados en el vientre. La enferma se debatía entre ahogos, angustias y convulsiones. Expiró el 18 de diciembre.

Tos fuerte y espasmos incontrolables

Ni siquiera la quinina bastó para controlar la fiebre de la viuda de Napoleón. La mañana del 15 de diciembre de 1847, la regia paciente yacía extenuada en la cama a causa de los incontrolables espasmos. Al día siguiente, María Luisa de Habsburgo sólo era ya capaz de pronunciar alguna palabra suelta. La medicación estimulante y tónica no daba el menor resultado, mostrándose incapaz de atenuar los accesos de tos y la dificultad para respirar.

La madrugada del 18 de diciembre, noveno día de la enfermedad, los rasgos faciales de la archiduquesa estaban ya muy alterados; los ojos habían dejado de brillar por completo. A las dos y media de la tarde, vomitó bilis y cayó en un estado comatoso del que ya no despertó jamás. Expiró a las 17,10 horas exactamente. A diferencia de su difunto hijo, a ella no se le practicó la autopsia por expreso deseo suyo.

La fecha: 1847
María Luisa de Habsburgo sintió escalofríos y su médico Fritsch comprobó que tenía fiebre alta y le aconsejó que guardase cama. Era el principio del fin.
Lugar: París
Acusado de envenenar a su penitente María Luisa, el sacerdote Lamprecht había fallecido de una neumonía que pudo contagiar a la viuda de Napoleón.
La anécdota:
Su rostro estaba ya muy alterado y sus ojos habían dejado de brillar; vomitó bilis y cayó en un estado comatoso del que ya no despertó jamás.