Ovidi Tormo (de Los Zigarros): "Tener una banda de rock en España es remar siempre a la contra"
El vocalista y guitarrista del grupo pasa de modas y de redes, solo piensa en clave de rock and roll junto a un grupo que tiene cita en el WiZink el 20 de enero; y, luego, a terminar el álbum que saldrá a final de año
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Inaudito «rockstar» este Ovidi Tormo. Alejado del ruido y las prisas, respirando en mitad del campo, más allá del extrarradio y más allá de un mar, donde uno encuentra el paraíso «si puedes resistirlo», como diría Gertrude Stein. Lejos del ruido de la conversación pública y las garras de la cancelación, rara avis en este mundillo que, sin embargo, lleva ya diez años de éxitos con Los Zigarros. «Diez años que han sido una aventura increíble», cuenta. «Nos juntamos cuatro personas que somos cuatro amigos y hermanos y nos llevamos igual o mejor que antes, incluso. Hemos hecho un gran equipo. Pero la banda somos nueve en realidad, con los cinco técnicos, y somos una familia. Hicimos tres discos con Carlos Raya, que fue nuestro productor durante todo este tiempo, nos fichó Universal, estuvimos con cultura rock, con nuestro mánager polaco... todo ha sido una aventura común que desde el principio fue hacia arriba, que es muy complicado, y eso nos ha permitido grabar los discos que nos ha dado la gana, sin que nadie nos diga nada, y así seguimos. Somos completamente libres haciendo el rock and roll que queremos y el balance no puede ser más maravilloso. Pero nosotros somos una aguja en un pajar».
Y explica por qué: «En este país, una banda de rock and roll está condenada a morir en el mismo momento en que se forma. Este es un país que no apoya al rock de manera “mainstream”, que musicalmente va por otro lado. Con lo cual las bandas, más que existir, subsisten como pueden y haciendo lo que les dejan. Pero alcanzar el éxito, que es vivir de ello, ya no te digo vender 150.000 discos, eso es casi imposible. Y a nosotros eso que es tan anómalo nos pasó desde que empezamos. Es rarísimo. Y gracias a muchos factores, entre otros y muy importante, el público. Que es el que te lleva arriba y te mantiene ahí. Nosotros hemos sido muy bien tratados por el público. Pero nuestro público no son las nuevas generaciones, el nuestro es un público de una generación que todavía escucha discos y compra discos».
Una generación que recuerda que antes había radio, «una que, pese a no ser la más rockera, al menos permitía entrar rock y pop». Pero hoy eso no ocurre y en la televisión no hay programas musicales más allá de alguna anomalía (no olvidemos aquella joya que fue «Un país para escucharlo», de Ariel Rot). «En la televisión no hay programas de música donde salgan grupos tocando, presentando sus canciones o sus discos», dice Ovidi. «Cada vez está todo más descafeinado, más de maquinista, para escuchar rápido en tu móvil. No tiene nada que ver lo que se escucha con las guitarras, ni con el rock, ni con ese discurso. Nada que ver con todo aquello que de artesanal tiene grabar un disco, en el que pones un esfuerzo y muchísimo trabajo, y muchísimo tiempo de tu vida, y haces unas letras, y un diseño. Y quieres que la gente que lo consuma lo haga con tranquilidad y ubicado. Las bandas de rock, las que hacen sus propias canciones, se forjan a lo largo de los años, evolucionando, poco a poco».
A lo largo de los años y poco a poco, pero siempre a contra corriente, siempre. «Cuando tienes una banda de rock», explica el artista, «sabes que vas a remar siempre a la contra, forma parte de su propio ADN, de su naturaleza. Tanto estéticamente, como líricamente, como sonoramente estás a la contra. Siempre, siempre en contra de todo. Quieras o no quieras. Y es que el rock siempre fue una música “underground”. Y lo sigue siendo y siempre lo será. Dependiendo del momento y de las modas puede sacar un poquito más la cabeza, pero ya está, no más. Antes, como no se podían descargar los discos, pues al menos se los tenían que comprar. Pero ahora se junta que no está de moda y que no hace falta comprar el disco. Y al final todo parece que va a la contra de lo que es nuestro oficio».
A todo eso, además, que ya son dificultades, añade Ovidi algo parecido a una alergia a las redes sociales, que podría ser otra lacra más, pero, sorprendentemente, no ha sido así. Él lo explica: «Yo no tengo redes, ni Instagram ni nada. Pero no por nada, es que no son para mí. Tenemos el Instagram de la banda, pero hay gente que se ocupa de eso. Yo no me siento cómodo. Es verdad que nos sirve para llegar un poco a más gente, para que se enteren de cuándo tocamos... es una herramienta más de comunicación. Pero nosotros somos un ejemplo de que no hace falta estar pegados a las redes todo el tiempo para estar ahí. Cada vez vendemos más entradas, esta gira está todo “sold out”, y te puedo asegurar que somos la banda menos activa en redes de la historia. Así que quiero mandar desde aquí un mensaje», ríe, «para aquellos a los que no les guste mucho ese rollo de las redes sociales: se puede».
Por no tener, no tiene Ovidi ni televisor desde hace casi quince años. Fuera de todo, a la contra. Puritito rock and roll. Y ese rock and roll se desplegará en Madrid a lo grande el próximo día 20, cuando en el WiZink Center de la capital celebren su décimo aniversario sobre el escenario. Diez años rocanroleando contra todo pronóstico. «Es el concierto más grande que vamos a dar como Los Zigarros», cuenta feliz. «Nosotros hemos tocado en sitios muy grandes y con muchísima gente, pero siempre acompañando a otros. Con Fito o con los Rolling Stones. Pero solos, como Los Zigarros únicamente, este va a ser el concierto más grande que demos, y estamos emocionados. Emocionados y muy, muy orgullosos. Además, Madrid es una plaza increíble. Siempre nos tratan, muy, muy bien. Así que estamos contentísimos».
Y luego, a grabar el próximo disco que saldrá a finales de año, tras un 2023 que se antoja intenso y, como no podía ser de otro modo tratándose de Los Zigarros, genuino rock and roll.
SI INHALO ROCANROL
Por Javier Menéndez Flores
Tengo un trueno entre las manos y solo necesito apretarlo para provocar un terremoto en tu espalda. Soy el monarca de los imposibles; podría trasladarte de la Vía Láctea a la galaxia de Andrómeda en una milésima de segundo. No son metáforas, no, te estoy hablando de un arte llamado magia. Lo único que te pido a cambio es que cierres los ojos, o los abras mucho, y me entregues los oídos como quien ofrenda su alma a los dioses.
Imagino que cuando escuchas mis canciones se te aparecen las siluetas inequívocas de Tequila, Charly García, el «Flaco» Spinetta. Pero has de saber que en mi sangre hay ADN de Chuck Berry y Little Richard. Que mi esencia está forjada a base de retales de esa música a la que llevan treinta años enterrando sin éxito. Y que, si pongo los dedos en los trastes adecuados, tu mundo se sacudirá violentamente y te sentirás como aquel primer mono que quiso ser algo más y se irguió.
Nunca te he dicho que a veces sueño imágenes que no me atrevo a revelar. Que veo a Jimmy Page y a Ritchie Blackmore sobre un cuadrilátero, en sobrio blanco y negro, y mientras se miran pugnaces, gemelos en su rivalidad, tratan de dar con la nota maestra. Irrumpe después Robert Plant con la camisa abierta y un cinturón con una hebilla del tamaño de dos puños, y su presencia es una luz que debilita mis ojos. Y entre la bruma del sueño y su contrario he visto el momento exacto en el que Malcolm Young se desenganchó de la realidad: había un pasillo atravesado de ventanas con los cristales rotos por las que entraba la lluvia y, al fondo, fuera del alcance de cualquier mano, lloraba un niño. Y al contarte esto noto cómo el vello de mis brazos se pone en guardia.
Déjame que te diga que no es cierto que aquel garito estuviera en Valencia, no, no insistas, porque sabes muy bien que era el Madison Square Garden. Fue allí donde Marc Bolan me dio su bendición y Ronnie Wood me enseñó que el rock es empezar a emborracharse cuando aún no te has sacudido del todo la resaca. Y es por eso que llevo siempre conmigo un escapulario impregnado del olor de cuantas noches fueron necesarias para edificar el rocanrol, desde el ático hasta el subsuelo. Porque ese templo de la desobediencia se construyó en orden inverso, claro, como el diablo manda.
Sí, ya sé que habéis pisado la Luna, enviado un robot a Marte y descendido al infierno para robarle a Satán la bomba atómica y la avaricia. Que habéis datado el principio de los tiempos, puesto nombre al átomo y a la rosa y arrinconado al sida. Pero desconocéis en cambio que Keith Richards, una noche de la que no guardo memoria, compuso el riff perfecto, ese que podría matarte de placer. Todo aquello que puede tocarse debería tener la facultad de temblar. Y la de sonar. Con sentido, quiero decir, cobrar el cuerpo inmaterial e infinito de la música. Tan solo haría falta saber dónde has de situar los dedos. Pero no me hagáis mucho caso y marchaos. Dentro de cinco noches será la noche y juraría que me está subiendo la fiebre. Me espera la garganta colosal del público del WiZink –tan cruel o tan cálida, de tu pericia depende– y no la puedo fallar. Y acabo de entender que esa es la razón por la que llevo varios días alimentándome solo de saliva y abismos.
Marchaos, sí, pero no os vayáis muy lejos porque la noche del viernes vamos a volar la ciudad. Se ha disparado la cuenta atrás y tenemos una cita con la leyenda. Y ya noto crecer en mí ese calor ancestral y dolorosísimo que es augurio de la guerra inminente.