Los Enemigos forman parte del mejor rock hecho en España en las cuatro últimas décadas, por más que en Madrid, su ciudad, tengan una especial relevancia. Su rostro y su sangre, Josele Santiago, madrileño de cabo a rabo que ahora reside en el extrarradio de Barcelona, adonde se fue persiguiendo «a una rubia», su actual pareja, entiende el trabajo de crear canciones como «domar el misterio», puesto que una canción, explica, «debe pinchar». Además de sus influencias más obvias –el rock, el blues y el rhythm and blues–, que lo han convertido en uno de los guitarristas más personales del país, su universo artístico se ha construido a partir de los más variados alimentos, desde Serrat –«sus canciones son pequeños milagros, no sé cómo coño las hace, se sale de los patrones, como Stevie Wonder»– hasta el «fascinante» mundo de la copla o del bolero –«Los Panchos han sonado en la furgoneta de Los Enemigos hasta la saciedad, me flipan»–, pasando por los sonidos del extrarradio, con Los Chichos y Los Chunguitos a la cabeza. Después de todos estos años en el alambre, ¿la música, dedicarse a tan ingrato oficio, le ha merecido la pena? «Sin duda, sí –responde tajante–. Porque a un nivel puramente práctico, yo no valgo para otra cosa [ríe sonoramente]. ¿Qué habría hecho si no me hubiera dedicado a la música? Ni puta idea. Supongo que cagarla constantemente de aquí para allá. Hubiera intentado de todo… Escribir, que es otra cosa que se me da bien. Pero más allá de eso, hubiera intentado irme al campo a cultivar lo que fuera. Algo que me permitiera quitarme de en medio y no depender de nadie para, por lo menos, establecer mis horarios». ¿Estamos ante un inadaptado? «Sí [vuelve a reír fuerte]. Categóricamente, sí. Nunca me he sentido adaptado. Ni en el colegio ni en el instituto ni en ninguna parte. Pero metido en una furgoneta, yendo de arriba abajo, o grabando en un estudio, no tengo tiempo ni ganas de pensar en otra cosa que no sean las canciones. Ahí sí estoy en mi salsa. Y por suerte he podido vivir de eso. Me gustaría pensar que ha sido enriquecedor, sí, pero también lo habría sido cultivar nabos [ríe]». Su primera experiencia profesional, en el arranque de los ochenta, fue como guitarrista de Johnny Comomollo y sus Gánsters del Ritmo: «Lo recuerdo como una mezcla muy rara, de ganas y pánico. Subirte al escenario con 17 años, con una banda ya experimentada, imponía un huevo. Fue una buena escuela y una experiencia de vida. Con ellos aprendí lo poco que sé. Era uno de los pocos grupos de su generación que no se dedicaba ni al rock sinfónico ni a la protomovida, lo suyo era el rock clásico, tipo Dr. Feelgood. Tocar bien era la meta, y la provocación, que parecía ser el objetivo de entonces, nos importaba tres cojones. Porque en la Movida hubo muchas leyes, como decía mi abuelo. Que si esto sí y esto no. Váyase usted a tomar por culo».
"En la Movida hubo muchas leyes. Que si esto sí y esto no. Váyase usted a tomar por culo"
De ahí saltó a Los Enemigos, que empezaron por pura diversión y acabaron haciendo un rock de mucha enjundia: «Nuestra idea era reírnos de todo, incluso de nosotros mismos. Porque cuando empezamos, los músicos de la última hornada de la Movida se tomaban muy en serio a ellos mismos y era bastante aburrido. Y luego hemos tenido épocas totalmente oscuras». En cualquier caso, siempre se han movido en una tierra de nadie entre la primera y la segunda división (su único número uno en ventas lo alcanzaron con «Bestieza», en 2020). «La nuestra ha sido una fama local –corrobora–, no la he sufrido más allá de que te pregunten cosas por las calle muy de vez en cuando. Mis experiencias son muy bonitas. Siempre me acuerdo de la misma, en la Gran Vía de Madrid. Un tipo llevaba unos cascos walkman y se me acercó, me puso los cascos y yo me eché para atrás, porque pensé que me iba a dar una hostia, y resulta que estaba escuchando “La cuenta atrás” [disco de Los Enemigos de 1991]. Fue un subidón». ¿Los Enemigos merecían una mayor suerte comercial? «No, porque eso de “merecer” es un verbo que evito como si fuera un escorpión, no trae más que problemas. Y por otro lado, nuestro discurso no está adscrito a ninguna corriente. De hecho, se sale de lo que cabría esperar de un grupo de rock, y eso le da cierta intemporalidad». Y ante la pregunta de qué discos de Los Enemigos salvaría, descubrimos a un tipo que se reconoce enteramente en lo grabado: «Cuando en 2012 volví a escuchar todos los discos de Los Enemigos, me sorprendió todo el repertorio. No reniego de ninguno de ellos, puede que de alguna producción y arreglos, pero no quemaría ninguno [ríe]».
"La heroína no es una droga positiva para la creatividad. Cierra más puertas que abre"
Su último disco de creación en solitario llevó por título «Transilvania». ¿Cuánto de vampiro hay en Josele? «Pues en los años que estuve con la heroína, bastante [ríe]». A propósito de la heroína, aparte del placer que le dio y de la debacle económica, ¿le sirvió para algo? «De entrada, te diría que para nada. Para crear problemas que no tenía antes». ¿Y le ayudó en alguna medida en el plano creativo, o al contrario? Lo piensa largamente. «Posiblemente sí. En ese sentido sí. Para mí, componer es una cuestión de paciencia, de mucha paciencia y mucha autocrítica, y la heroína te colma de paciencia, tienes toda la del mundo. Le dedicaba muchas horas a juguetear con la guitarra, a explorar, y de ahí salió mucho material. Una adicción de este calibre te convierte en Doctor Jeckyll & Mr. Hyde, existe una dualidad dentro de ti. Hay uno que pide y otro que consigue. Y establecen diálogos y eso puede dar mucho juego para escribir letras. Pero la heroína no es una droga que considere especialmente positiva para la creatividad. Cierra más puertas que abre». Su acercamiento a esa droga no se produjo por la música, sino en la niñez: «Vengo de un barrio obrero en el que la heroína hizo estragos. Yo ya la había probado y había tenido mis tonterías con el caballo, cuando era blanco. Te estoy hablando de tener 12 años y meterte un chute, así, como se oye. O sea, que no fue el rock and roll lo que me llevó a la heroína. Yo tenía mis querencias y me daba mis homenajes, incluso a escondidas de mis compañeros de grupo. Porque sabía que era algo que no aceptaban». ¿Le dolieron especialmente las muertes de Enrique Urquijo y Antonio Vega, por una cuestión de «solidaridad»? «Claro que sí. Ambos tenían mucho que ofrecer. Imagínate las canciones maravillosas que hemos perdido... Es una lástima, coño. Me llevaba bien con los dos, nos veíamos de vez en cuando, más con Antonio que con Enrique».
Josele avanza que este año habrá nuevo disco de Los Enemigos: «Después del verano, porque ya toca. Tengo terminadísimas siete canciones, y hay otras tres en las que estoy trabajando. Pero no queremos prisas, porque son canciones muy delicaditas, muy trabajadas, con mucho detalle. El grueso del disco va a estar más cerca de un pop/rock elaborado, como el de los Kinks de los setenta, los crepusculares. Ese tipo de pop cuidado».
JODER, JOSELE
Por Javier Menéndez Flores
Estabas en el suelo y supiste que para levantarte necesitarías la ayuda de una grúa. Y por más que te afanabas en resucitar el cadáver de tu lengua, no hubo manera. Y podrías jurar, aunque no apostarías nada susceptible de ser cortado, que ninguna de las formas que flotaban a tu alrededor se interesó por ti. Lo que sí recuerdas con certeza es que en algún momento sonó una canción de los Kinks, «20th Century Man», y que creíste distinguir un resplandor azul como el que emiten los acuarios, solo que la idea te pareció tan absurda que la descartaste de inmediato. Porque aquello era un antro hondísimo, joder, sin otra iluminación que la que despiden las sombras. Y si aquellos que andaban por allí, y que se expresaban en un castellano desportillado, grosero, feroz, eran peces, tú entonces eras un águila o un halcón o un cóndor que había sido abatido en pleno vuelo.
Esa escena es una pesadilla, pero bien pudo haber ocurrido en cualquier instante de tus días en rojo chillón. Cuando en vez de manos tenías garfios y conducías siempre en dirección contraria como William Petersen en aquella película policíaca del director de «El exorcista». Sí, joder, cuando surfeabas entre los zombis con más destreza que Robby Naish sobre las olas. Demasiada belleza, piensas cuando lo piensas, para tantísimo horror.
Desde la isla que es tu terraza, frente a esa montaña que te mira como si fueras el amor de su vida, concluyes que batallar en la oscuridad tan sólo te reportó cuarenta días y cuarenta noches de fiebre y su correspondiente cicatriz, pero ni un gramo de gloria. Y entra en tu cabeza cual relámpago la imagen de aquel chaval que cruzaba el Puente de Segovia como quien parte hacia el frente. El mismo que perdía el tiempo en las inmediaciones del Mercado de Tirso de Molina o en la jungla despiadada de la Casa de Campo, donde con unos nunchakus o unos shurikens de fabricación casera podías jugar a ser Bruce Lee. Y en Carabanchel, reino de un tal Rosendo el Grande, en compañía de tus compinches, tan flamantes, tan erráticos, tan heridos como tú, emulabas a los «drugos» de «La naranja mecánica» y, más tarde, a las tribus posapocalípticas de «The Warriors», pongamos que hablo del estrambote de los setenta.
Entre los Beatles y Cucharada, joder, qué bello era vivir a lomos de un sueño. Y cómo molabas con tu borsalino junto a los mayores –«hey, Juanito, tío»–, que se tiraron el rollo y le dieron carta de naturaleza a un apátrida. Y luego ya vino todo lo demás, todas las canciones (siete mil) y todos los delirios. Hombre, bestia, dios, siervo, incluso fractal. Un punto diminuto pero insondable en el centro exacto del universo. Todo eso has sido, eres.
Han dicho tantas cosas de ti…, y algunas pesan toneladas. Que si desde el primer Jorge Ilegal nadie toca la guitarra como tú, igual que si descargaras las tripas de una ametralladora. Que si el rock madrileño salió del coma gracias a tus desvaríos y tu sudor magenta. Que si tus letras sólo las puede imaginar un diablo disfrazado de hombre. Que si algunas de tus canciones poseen la estatura de los grandes temas de los Ramones y la furia del «God Save the Queen» de los Sex Pistols, ese lapo de napalm. Y tú no respondes ni que sí ni que ni de coña, sólo te dejas querer y, si acaso, invitas a otra ronda que acaba pagando uno que te admira demasiado.
Hoy, desde la verticalidad y la tierra firme, la primavera estrangula al infierno. Pero cómo olvidar aquel paseo entre las tumbas agarrado del brazo del señor Botero, cuando el fuego y el hielo se turnaban para abofetearte. Solo que la vida, vivir, es de los que se empeñan en sacar la cabeza del agua y se aferran a cualquier cosa que flote. Joder, Josele, qué bueno verte así de tieso y de lúcido y saber que tienes el cargador lleno de canciones. ¿Cómo que bien? Mucho mejor que eso: «ferpectamente».