La barbarie de una guerra civil romana
Los compases finales de las guerras civiles entre Julio César y sus enemigos pompeyanos, librados en Córdoba, proporcionan una muestra del más puro horror desatado en los enfrentamientos entre hermanos
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Durante el asedio de la ciudad de Ategua (Santa Cruz, Córdoba), los soldados de César capturaron a un mensajero del enemigo. Lo habitual habría sido darle la muerte ahí mismo o amputarle ambas manos, lo que, en la mayoría de los casos, y en ausencia de un tratamiento médico adecuado, equivalía asimismo a una pena de muerte. Pero el prisionero suplicó clemencia, y César, magnánimo, le concedió una pequeña posibilidad de redención: le ordenó que incendiara una de las torres de madera de la ciudad y le prometió que, si lo conseguía, le perdonaría la vida. La tarea no solo obligaba al cautivo a traicionar a los suyos sino que, además, era prácticamente imposible. Así pues, al anochecer, le ataron una cuerda al tobillo para evitar que escapara y le dejaron ir. Y, en efecto, consiguió aproximarse a la torre pero, como era de esperar, al instante fue muerto por los sitiados.
Este tipo de episodios, que nosotros asociamos con un comportamiento propio de un capo de la mafia, fueron relativamente frecuentes en el contexto de intensa crueldad que desataron las guerras civiles de la República romana.
Y es que, que las guerras son crueles es una obviedad, pero también lo es que, en términos generales, las que se libran dentro de un mismo Estado o entre los miembros de una misma comunidad cultural –lo que comúnmente denominamos guerras civiles– suelen serlo mucho más.
Y esto es algo que podemos constatar al menos desde época romana. En las décadas centrales del siglo I a. C. la República romana se hallaba en parada cardiorrespiratoria, y sus élites divididas en dos grandes facciones en guerra abierta entre sí: los conservadores, encabezados por Pompeyo Magno y sus sucesores, y los reformistas, encabezados por Julio César. La guerra entre ambas fue de una violencia inusitada, extendiéndose por buena parte del Mediterráneo.
En el año 45 a.C., tras innumerables batallas y derramamiento de sangre, los pompeyanos se refugiaron en Hispania, y particularmente en la Bética, cuyas élites les eran en su mayoría favorables. Tan solo algunas ciudades, como Ulia (Montemayor, Córdoba) se mantuvieron fieles a César. A Hispania se desplazó pues este último al frente de un nutrido ejército de unas ochenta cohortes, dispuesto a acabar definitivamente con la causa pompeyana. Pero estos últimos compases de la guerra iban a demostrarse especialmente espantosos.
Una de las primeras medidas de César fue la de poner cerco a la mencionada ciudad de Ategua (a pocos kilómetros de Santa Cruz, Córdoba), ciudad potentísima que servía de granero a los ejércitos pompeyanos. Y aquí se produce otra muestra de la crueldad de las guerras civiles. Los defensores detectaron que entre los habitantes de la urbe había muchos partidarios de César –o, al menos, de capitular ante él–, y tomaron la decisión de darles un duro castigo: tomaron a numerosos civiles, mujeres y niños, y los fueron degollando y arrojando desde lo alto de las murallas, para así aterrorizar al resto.
Poco después, un tal Tulio, miembro de la guarnición romana de la ciudad, se presentó ante César pidiendo clemencia, y este le respondió que «Tal cual me he portado con los extranjeros, así me comportaré ante la rendición de unos conciudadanos», de lo que se deduce que, en el curso de esta guerra civil, el castigo reservado para un ciudadano romano del bando opuesto era mucho más severo que para un bárbaro. Es por tanto al romano «enajenado», al romano de la facción opuesta, a quien más se odia, y no tanto al bárbaro o extranjero que toma las armas contra Roma. Un dato revelador de la mentalidad de los contendientes de esta guerra y que explica, en parte, la crueldad desatada.
La batalla final de esta guerra, librada en Munda (de localización discutida, entre Córdoba y Sevilla), fue verdaderamente apocalíptica, pues llegados a este punto el rencor entre ambos bandos llegaba al paroxismo.
La lucha fue reñidísima y se saldó, finalmente, con el triunfo de César, aunque por la mínima. Y, como colofón final del horror desatado, los vencedores decidieron erigir una empalizada de muerte: un terraplén formado con los cadáveres, amontonad comportamiento propio, y por supuesto nada de reflexión acerca de lo que debían ser el bien o el mal. Tan sólo emociones desatadas: ira, cólera, furor y deseo de venganza en medio de un cenagal de bajeza humana. Así terminan las guerras entre hermanos. Ahora que vuelve a estar de moda hablar de nuevo de guerras civiles no conviene olvidar que la española no fue la única que dejó una profunda huella en nuestra tierra.
Para saber más...
- 'César en Hispania. La batalla de Munda' (Desperta Ferro Antigua y Medieval nº 87), 68 páginas, 7,50 euros.