Los carlistas ganaron la Guerra Civil pero perdieron la paz
El último ensayo de Jaime Ignacio del Burgo, «La república y su trágico final (1931-1939)», aborda la victoria militar y la derrota política del carlismo tras la contienda fraticida


Creada:
Última actualización:
La idea de que los vencedores escriben la Historia es tan falsa como cursi. La Historia no deja de escribirse. Cada generación aporta algo nuevo, ya sean datos o perspectivas, incluidas las manipulaciones y la forja más o menos hábil de relatos políticos bastardeando el pasado. Pasa con la Guerra Civil. Es cierto que en el primer franquismo se escribieron crónicas propagandísticas del conflicto. Luego, en el tardofranquismo, a partir de 1969, se fueron conociendo otras voces en España, incluidas las de los hispanistas. Ya en democracia se produjo un giro completo, y los protagonistas fueron los derrotados. Asistimos entonces a reivindicaciones, hagiografías y panegíricos de la misma magnitud de décadas anteriores pero en sentido contrario. Después vino la Historia profesional a matizar este relato con datos, y fueron tildados de «revisionistas» por los autoproclamados «guardianes de la Historia». En ese maremagnum se oyó también que los carlistas ganaron la guerra pero perdieron la paz. El motivo es que Franco diluyó el carlismo en el partido único, Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista, bajo la dirección de José Luis Arrese.
No deja de ser cierto. El Generalísimo disolvió el carlismo dentro del Régimen del 18 de Julio, siendo más contundente que Espartero o Cánovas. Desapareció casi entonces, y hoy está prácticamente olvidado. Actualmente no está entre los objetos de estudio preferidos por los historiadores jóvenes, y menos el carlismo que se desarrolló después de 1936. El asunto es llamativo porque salieron miles de voluntarios de pueblos de Navarra para derribar por la fuerza el gobierno del Frente Popular, y sobre ellos se desconocen muchas cosas. Por eso resulta de gran interés el último libro de Jaime Ignacio del Burgo titulado «La República y su trágico final. (1931-1939). Victoria militar y derrota política del carlismo» (Sekotia, 2025). Del Burgo fue el primer presidente de la Diputación Foral de Navarra, ya en democracia, y es académico correspondiente de la Academia de la Historia. Es autor asimismo de «Navarra en la Historia. Realidad histórica frente a los mitos abertzales» (Almuzara, 2017).
La obra comienza describiendo una Segunda República como un régimen que generó mucho desorden. A pesar de esto, escribe Del Burgo, don Jaime de Borbón, jefe del carlismo, publicó un manifiesto el 23 de abril de 1931 diciendo cosas sorprendentes que, la verdad, se olvidaron desde 1936. Entre ellas hablaba del respeto a la democracia, de una ley electoral proporcional, de la necesidad de la convocatoria de Cortes y de la «federación de las distintas nacionalidades ibéricas». A partir de ahí, don Jaime pidió a los carlistas que apoyaran al nuevo Gobierno Provisional y que formasen un gran partido «monárquico, federativo, anticomunista, defensor de las grandezas patrias, intensamente progresivo, amigo de las reformas sociales, que coloque a la Iglesia y al Ejército en su verdadero lugar, lejos de toda política». Del Burgo considera que don Jaime demostraba así que fue un «estadista malogrado por el exilio», que si hubiera vivido más tiempo –murió en octubre de 1931– habría organizado el carlismo impidiendo que Franco lo disolviera.
A su muerte hubo una evidente desorganización y falta de mando. Una rama quería reconocer como heredero al trono a Juan de Borbón, hijo de Alfonso XIII. En esto estaba el carlismo del conde de Rodezno. Otra parte reconoció a Alfonso Carlos, hermano del fallecido Jaime, y que tenía 82 años. Dada esta edad dejó la regencia a su primo Javier de Borbón, que se apoyó en el abogado sevillano Manuel Fal Conde. Las dos facciones se odiaban a muerte. Quizá más que a los comunistas. De hecho, apunta Del Burgo, Alfonso Carlos murió en un supuesto accidente en Viena en septiembre de 1936 atropellado por un camión militar. De todas formas, «la causa» estaba en manos del regente Javier de Borbón.
Una estrategia errática
La estrategia del carlismo fue errática. En 1934 llegó a un acuerdo con Mussolini. El asunto resulta paradójico, dice Del Burgo, ya que el carlismo abominaba del fascismo italiano. El pacto se cifró en la formación de jóvenes requetés en suelo italiano, al modo de las escuadras de combate fascistas, y en la recepción de un buen número de armas y munición. A comienzos de 1936 los carlistas contaban con 8.400 voluntarios bien adiestrados en Navarra dirigidos por una Junta Militar al mando del general Mario Muslera y el político Fal Conde. Además, contaba con contingentes en el País Vasco, Cataluña y Valencia. No estaban bien armados, y tampoco llegó el armamento italiano porque quedó confiscado en una aduana belga. A pesar de esto, la carlistada estaba lista. Fal Conde había entrado en contacto con el general Sanjurjo en Portugal para iniciar el golpe. Faltaba fuerza militar. Eso se arregló cuando en marzo de 1936 el general Mola fue destinado a Navarra como gobernador militar. Así, acudieron los carlistas a la Plaza del Castillo, en Pamplona, el 19 de julio cuando fueron llamados por Mola, «el director» del golpe.
Mola no entendió el carlismo, escribe Del Burgo, pero creo que los carlistas tampoco entendieron dónde se metían. Mola defendía mantener la República pero de orden, con un triunvirato en forma de Directorio militar presidido por Sanjurjo que rectificara la deriva revolucionaria del régimen. Nada de restauración monárquica, y menos en la rama tradicionalista. Mola defendió la bandera tricolor, de hecho. Los carlistas, en cambio, salieron a morir por Dios, por la Patria y el Rey, y querían acabar con la República, disolver los partidos, convocar unas Cortes corporativas, terminar con el sufragio universal, ondear la bandera bicolor y tener dos puestos en el citado Directorio. La discusión entre Mola y Fal Conde fue épica y rompieron. Solo la desorganización interna del carlismo permitió su participación en el golpe del 36. Rodezno –a espaldas de Fal Conde y Alfonso Carlos– y la junta carlista navarra aseguraron su apoyo a Mola sin más condiciones que sus unidades de requetés salieran con la bicolor y que sus cargos ocuparan los ayuntamientos navarros. Poca cosa. Al fracasar la «operación relámpago» de Mola para el golpe por la tardanza de Franco y la reacción del Gobierno, dice Del Burgo, estallaron la guerra y la revolución al mismo tiempo.
Pasaron tres años de «Cruzada», «Cuarta guerra carlista» o, mejor, de fratricidio salvaje con justificaciones de unos y otros. El autor señala algunos triunfos políticos del carlismo en el conflicto, como fueron la restauración de la Iglesia y de la bandera roja y gualda. No olvida que Franco proclamó el 1 de agosto del 36 que «este es un movimiento nacional y republicano que salvará a España del caos en que se pretendía hundirla». Lo demás, dice Del Burgo, fue una ruina: el carlismo quedó diluido en 1937 en el partido único, FET y de las JONS, no hubo federación de nacionalidades, ni elección popular de los alcaldes y diputaciones, y la Monarquía fue restaurada en 1947 pero solo nominalmente.
Además, sus principales dirigentes, como Javier de Borbón y Fal Conde, fueron expulsados de España nada más iniciarse la guerra. Del Burgo afirma que en la construcción del nuevo Estado bajo la dictadura de Franco el carlismo quedó completamente marginado. Los carlistas, sentencia, ganaron la guerra, pero perdieron la paz.