Doscientas veces Tàpies: el Reina Sofía dedica una muestra al artista «no apta para instagramers»
El Museo Reina Sofía celebra el centenario del pintor con una retrospectiva, la mayor que se le ha dedicado, que reúne 220 obras que abarcan todas sus etapas
Madrid Creada:
Última actualización:
El Museo Reina Sofía dedica una ambiciosa retrospectiva a Antoni Tàpies que, por un lado, aspira a repasar su amplia trayectoria artística, deteniéndose en los principales jalones, influencias y etapas que marcaron su evolución y, por otro, aspira a romper las ideas preconcebidas y los diferentes prejuicios que todavía prevalecen alrededor de su obra y de su figura en una extendida parte del público.
Una exposición, la antológica más grande que se le ha dedicado hasta la fecha de hoy, que reúne doscientas veinte piezas –su legado consiste en 9.000 lienzos aparte de la obra gráfica-, que abarca cuadros, papel, cartón y esculturas, y que, a la vez, ha supuesto el regreso a estas salas de Manuel Borja-Villel, exdirector del museo, pero esta vez como comisario, y que, fiel a su identidad, ha tratado de imprimir una mirada diferente a un creador que es un clásico de las artes plásticas españolas. «El enfoque de esta exposición es distinto a las otras exposiciones que he comisariado en el pasado. Muchos desconocen que él no pensaba las obras de una manera independiente. Su estudio estaba vacío y lo que hacía era poner un cuadro al lado de otro. Los pintaba siempre por el final y lo que pretendía era crear de esta manera, a través de estas relaciones entre los lienzos, una atmósfera. Eso no se reproducía después en las exposiciones y es justo sobre lo que hemos trabajado y lo que hemos tratado de hacer aquí. Recrear diez de esos ambientes, lo que también nos ha permitido al mismo tiempo exhibir creaciones que no se habían visto antes».
Este estrecho juego de vínculos, que no se había abordado de una manera tan evidente con anterioridad, permite apreciar en esta ocasión las imbricaciones evidentes que cohabitan en su pintura y que en ocasiones han pasado desapercibidas o que no han sido atendidas con suficiente detenimiento. Un rasgo que, según subrayó Manuel Borja-Villel, requiere una condición: la asistencia física del público para poderlo contemplar de manera adecuada. Algo que le ha llevado a bromear y a afirmar: «Lo siento por los instagramers, pero eso no se puede fotografiar, pide la presencialidad, además de la fuerza que irradian sus obras».
«Es un artista que es figurativo y abstracto a la vez»Manuel Borja-Villel
No es la única vindicación que ha hecho de un hombre que jamás dejó de reflexionar sobre el concepto de pintura y que trató de dotar de expresividad a la materia para que reflejara ideas abstractas y emociones relacionadas con la vida, como la enfermedad, la muerte o los sentimientos personales. «Figurativo o abstracto. Esto es uno de los puntos más interesantes. No hay separación en su caso. Era un artista que tenía las dos cosas al mismo tiempo y muchas más. Era figurativo y abstracto a la vez. Le interesaba todo lo que le rodeaba. Era un pintor que no estaba limitado únicamente por una visión formalista. Fue un arte para el que la pintura lo supuso todo. La pintura le hablaba constantemente, por eso reparaba en otros artistas y crea otros espacios».
La exposición está concebida como un largo recorrido cronológico. Eso permite apreciar la paulatina descomposición de una pintura que ancla en un primer momento en el surrealismo y la figuración, uniéndose a la estela que habían dejado Joan Miró, Max Ernst o Paul Klee. Es un momento de honda relevancia porque forjará aquí parte de su lenguaje plástico y creará símbolos que perpetuará a lo largo de sus cuadros, como la cruz, los pies y las caligrafías, que remiten, por una parte, a su enorme interés por la literatura y, por otra, a un elemento autorreferencial, que dejará traslucir su propensión natural hacia el orientalismo, que de manera tan profunda marcará su carácter, algo que se percibe también en la muestra, por ejemplo, en el espacio dedicado a «los barnices», unas pinturas que desarrollará a mediados de los años 80 y que realiza con miel, un alimento importante al que aluden los «Upanishads» hindúes, y en los que resulta muy fácil apreciar cómo articula la figuración, que nunca termina por alejarse de él, con la abstracción, de omnipotente presencia.
El estadio inicial de Tàpies es de una clara autoafirmación. El artista, bajo la égida de Picasso o Matisse, abordará el tema del autorretrato. Pero este momento, que se extiende a lo largo de casi una década, se abrirá a una acelerada disgregación de la pintura y de las formas, abriéndose paso entonces, con una enorme fuerza, lo matérico, que es cuando introduce en sus trabajos las características que lo han hecho famoso: texturas diferentes y más densas, incisiones y una gama presidida por ocres, marrones y grises, algo que se trasluce en los tres inmensos lienzos que realizó de manera particular para la Documenta III de 1964. Es un momento de enorme proyección internacional.
Su nombre ha crecido de manera exponencial y realiza para esa cita tres cuadros -«Ocre para Documenta» (1963), «Gran tela gris para Documenta» (1964) y «Relieve negro para Documenta» (1964)- que se han podido contemplar juntos en muy pocas ocasiones en el pasado, y que en esta ocasión se exhibe junto a «Gran pintura», una composición procedente del Museo Guggenheim, un centro que enseguida reconoció su talento y que le dedicó una exposición cuando todavía él era joven y no había alcanzado los cuarenta años.
La fama de Tàpies trascendía las fronteras de España, pero en él había otro Tàpies que ha pasado más de puntillas y que esta retrospectiva destaca. «Reproducimos a este Tàpies más público, más monumental, pero junto a las obras que hizo en papel y cartón. Es la serie dedicada a Teresa, que son como cartas. Aquí vemos a un artista distinto, más íntimo, más personal, al que le interesa todo lo que le rodea», explica Manuel Borja-Villel.
Tàpies no responde al tópico del artista encerrado en su mundo. Es una persona influenciable, que se deja empapar por lo que sucede a su alrededor. Por eso, aparte de enseñar el salto de lo matérico a lo objetual, se visibiliza al artista comprometido, que es hijo de su tiempo. A partir de los años ochenta, el pintor tuvo una conciencia muy clara del mundo y esa respiración queda de alguna manera en su obra. La caída del muro de Berlín, la disolución de las ideologías y el estallido de la guerra de Yugoslavia, de la que se da cuenta cuando está en la Bienal de Venecia (a unos kilómetros de allí, los hombres se mataban) permean las últimas dos décadas de vida del pintor.
De esta impresión nacen «Dukkha» (1995) y «Cuerpo y alambre» (1996). Pero a este sentimiento se suma la conciencia de cierta perentoriedad de la existencia. En este instante, en sus cuadros comienzan a aparecer alusiones a la enfermedad y la muerte. Tàpies tomó la decisión de convertirse en artista durante un periodo de convalecencia debido a una grave enfermedad pulmonar que le obligó a permanecer en cama. Es interesante apreciar que en este Tàpies final, aquejado por una paulatina reducción de la visión en los ojos, con quejumbres que le impedían utilizar los dedos como le gustaría, recurriera a imágenes y elementos del principio. Un cuadro, «Olas», es testimonio de eso. Y también de su idea de que la vida es un vaivén, que igual que viene, se va.
UN PINTOR QUE NO COTIZA A LO ALTO
Antoni Tàpies es un hombre que arrastraba todas las contradicciones de su época. Por un lado, detestaba los toros, pero al mismo tiempo ilustró «El arte de Birlibirloque», de José Bergamín. Últimamente, su pintura se ha depreciado en el mercado. El propio Manuel Borja-Villel se ha referido a este hecho durante la presentación de esta retrospectiva. «Hay varios factores que han influido en que su obra haya perdido peso en el mercado. Por un lado, cuando muere un artista es normal que durante un tiempo deje de atraer la atención. Otro de los motivos es que los jóvenes de las nuevas generaciones no se sienten interpelados por sus temas. Pero es cuestión de tiempo de que vuelva a despertar el interés por él». Por ahora, la realidad indica que si uno es coleccionista, este es un buen momento para adquirir a buen precio una pintura de Tàpies, conocido por la crítica norteamericana como «El príncipe negro», por su tendencia a emplear este color.
En las galerías, ahora este nombre no cotiza a lo alto. Desde 2012, año de la muerte de Tàpies, su obra ha tenido una recepción bastante irregular en las casas de subastas, como ha informado este mismo diario. En 2014, es cierto, tuvo un momento alto cuando «Gran Ocra amb incisions» (1961) se vendió por 1.650.500 libras. Superó en un millón las expectativas iniciales de su venta. De hecho, una obra posterior, también datado en esas mismas fechas, se remató en una cantidad por debajo de las 600.000. Ahora, como declaró su hijo durante la inauguración de esta muestra en el Museo Reina Sofía, se espera que esta exposición contribuya a resituarlo y a atraer de nuevo la atención sobre él