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El Museo Van Gogh despide a cuatro empleados "por culpa" de Pokémon

Uno de ellos sustrajo un paquete de cartas de Pokémon que se entregaban a los niños y otros tres daban información privilegiada para conseguirlas ante la fiebre del coleccionismo
A la izquierda, el Pokémon ataviado con el sombrero de fieltro gris, junto al «Autorretrato» de Van Gogh
A la izquierda, el Pokémon ataviado con el sombrero de fieltro gris, junto al «Autorretrato» de Van GoghMuseo Van Gogh

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Pocas actividades humanas son tan disparatadas y tan fascinantes a la vez como el coleccionismo. Algunos coleccionistas llegan a hacer locuras por obtener un ejemplar que falta en su colección. Otras veces, la pura especulación convierte a artículos intranscendentes en verdaderos objetos de deseo. Esta es la historia de una fiebre que ha terminado con cuatro empleados del Museo Van Gogh de Amsterdam despedidos por culpa de Pokémon.
Todo comenzó en septiembre pasado, cuando el museo inició una colaboración con The Pokemon Company aprovechando la fascinación del pintor holandés con el universo nipón y, de paso, con la intención de que su arte fuese accesible a los más jóvenes. Junto a algunos cursos para estudiantes y talleres para admirar el trazo del loco del pelo rojo, el museo lanzó algunos productos para visitantes y distribuyó a los niños un cuaderno de actividades con el que conseguir, una vez acabado, una carta del entrañable Pikachu ataviado con el sombrero de fieltro gris que aparece en el conocidísimo autorretrato del artista. Les pareció algo divertido, claro, simpático. Poco podían imaginar en el Museo que esa carta iba a convertirse en el objeto de la avaricia entre los coleccionistas, millones de ellos en el mundo, que ambicionaban un ejemplar de esa serie limitada.
La cosa se salió tanto de madre que en los alrededores del centro de arte había grupos de personas que trataban de adquirir la carta pagando calderilla a los menores. Adultos de todas las edades adquirían la entrada y entregaban tres o cuatro cuadernillos para llevarse la carta de la criatura sonriente con ojos de gato de porcelana. Una y otra vez. Se vivían empujones y momentos de tensión para acceder al canje de la estampita. Tanto fue así que el museo dejó de entregar las cartas alegando que se tomaban «muy en serio la seguridad del personal» y ante la presencia de «un pequeño grupo de individuos que ha creado una situación indeseable». Las cartas, no en vano, se vendían en portales de segunda mano por cifras que alcanzaban los 8.500 dólares. Lo que el museo descubrió después es que esos «individuos indeseables» estaban también trabajando para el centro, que acaba de anunciar que ha despedido a cuatro trabajadores –uno de los cuales tenía 25 años de experiencia–, por robar una caja de cartas y por ofrecer información privilegiada a ciertos visitantes para acceder a la exposición.
La historia tiene algo de ridículo y también de paradójico, porque es una síntesis de lo peor del arte: su mercado. Y provocada por un museo, que debería ser lo opuesto. El Van Gogh, sin quererlo, provocó la quintaesencia de una fiebre capitalista, la especulación desaforada con un simple objeto coleccionable y limitado, de una manera similar a como se produce la inflación en las subastas, aunque a otra escala. Tiene también una moraleja: la presencia de Pokémon no tenía una justificación artística, sino que era un mero reclamo, una estrategia publicitaria que podía tener un fin loable, acercar a los niños al museo, pero que sin duda buscaba aumentar el número de visitantes a la institución. Y a veces se muere de éxito.