La laberíntica creación de la Capilla Sixtina
Entre críticas, amenazas y llamadas de atención, Miguel Ángel Buonarotti se encargó entre 1508 y 1512 de pintar de manera majestuosa los icónicos frescos
Repitió una y otra vez que él no era pintor, sino escultor. Que su experiencia frente al fresco era casi nula, que no era un encargo digno para él. No nos imaginamos cuál habría sido el resultado, quizá aún más majestuoso, de haberse considerado un genio del pincel. Miguel Ángel Buonarotti comenzó a pintar la Capilla Sixtina en 1508, época en la que ya era un artista reconocido. Tras una serie de desavenencias con el papa Julio II, éste quería que él fuera el que pintara la bóveda de la capilla, y a cualquier precio. Finalmente, el genio aceptó desempeñar ese “grandísimo esfuerzo”, tal y como lo definía en las escasas cartas en que mencionaba el encargo, y comenzó así un trabajo que le llevaría cuatro años y medio.
Su labor era la de pintar los espacios que cubrían los frescos de Botticelli, Ghirlandaio o Perugino que lucían en las paredes. Podía dibujar todo lo que quisiera, tanto en el techo como en las pechinas y las lunetas, y comenzó así un vertiginoso y laberíntico trabajo de creación, repleto de obstáculos y complicaciones. Los problemas comenzaron con el andamiaje, pues a Miguel Ángel no le servía el que habían erigido, e insistió hasta que consiguió que lo desmantelasen y construyesen el que él mismo había diseñado. Todo esto, teniendo en cuenta que las dimensiones de la Capilla Sixtina son las que, según la Biblia, poseía el Templo de Salomón: una planta rectangular de 40,93 metros de longitud y 13,41 de ancho.
Tal era el reconocimiento de Miguel Ángel, que lo que él decía, precisamente, iba a misa. Si bien el Papa Julio II quería que pintase las doce figuras de los apóstoles, el pintor consideró que era un plan “demasiado pobre”, y finalmente la bóveda albergó más de trescientos rostros. Una escenografía del Antiguo Testamento elegida por el creador del David, y que algunos expertos aseguran que contó con el asesoramiento de los teólogos de la corte papal. Sin duda, la imagen más destacada y reconocida de estos frescos es la que se ubica en el centro de la capilla: la Creación de Adán, rodeada de otras escenas como la de El Pecado Original, El Sacrificio de Noé o La Ebriedad de Noé.
Superficies y posturas
Una vez diseñado el andamio que le permitiese pintar a 20 metros de altura, comenzó la parte más compleja: pintar en fresco, una técnica que no contempla errores ni “borrones y cuenta nueva”. Comenzó utilizando una técnica fiorentina que no funcionaba con los materiales y el clima de Roma. Por tanto, “El fresco del Diluvio Universal”, acabó en desastre. En poco tiempo afloraron mohos y hubo que repintar varias partes, costándole a Miguel Ángel tres angustiosos meses hasta que supo dominar la escena. Asimismo, al tener la bóveda una superficie irregular, en varios casos tuvo que improvisar el dibujo, de tal manera que desde abajo se contemplase con el efecto deseado. Cambió el trazado de las líneas y contó con pintura de grandes proporciones, pues las figuras llegan a alcanzar los dos metros de longitud.
“Los lomos se me han metido en la tripa y con las posaderas hago de contrapeso y me muevo en vano sin poder ver”, escribió Miguel Ángel acerca de la postura que tomó durante aquellos años para pintar la capilla. Mientras tanto, en su alrededor se sucedían los rumores y las prisas, como fue el caso del papa quien, impaciente, amenazaría con tirar al artista de los andamios. Se produjo una oleada de rechazos hacia la obra. Ante todo por los desnudos de alguna de las escenas: en una carta de Nino Sernini al cardenal Ercole Gonzaga, datada de 1541, le expresaba que “no están bien los desnudos en semejante lugar, que enseñan sus cosas”. Así como se acusó a Miguel Ángel de expresar “en la perfección de la pintura una impiedad de irreligión”. No obstante, entre felicitaciones, críticas y llamadas de atención, el genio consiguió terminar la magnífica obra en 1512.