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La cara oculta de la Reina Isabel II

La monarca manifestaba una inestabilidad considerable y unos cambios repentinos de humor muy exacerbados
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La reina Isabel II (1830- 1904) tuvo una infancia enfermiza. El mismo año en que fue proclamada soberana, pudo examinarla de cerca el marqués de las Amarillas, miembro del Consejo de Regencia para auxiliar a la reina madre, María Cristina de Borbón. El marqués anotó luego en sus memorias la triste impresión que le produjo entonces la niña: “Noté con pena que tenía las manitas muy ásperas y en un estado muy poco natural, que me hizo conocer debía padecer algún exantema, lo que a su edad tan tierna daba mala idea de su robustez y no muchas esperanzas de su existencia entre los peligros de los primeros años de la vida; hija de un padre lleno de males, que en su niñez había padecido casualmente de una afección cutánea, no pude extrañar el secreto del estado de las manos de Su Majestad”.
No exageraba un ápice el marqués de las Amarillas al temer incluso por la vida de la pequeña. A los padecimientos cutáneos de su padre, sumaba Isabel II el carácter herpético de su abuela María Luisa de Parma y el de su propia madre, María Cristina; herpetismo que heredaría también el tataranieto de María Luisa, Juan Carlos I. Cuando fue mayor, la reina debía limpiarse las manos con un pañuelo antes de darlas a besar para eliminar los humores que las cubrían y, siendo ya anciana, tuvo que ir vendada desde la punta de los dedos hasta el cuello, pues sin esa precaución se le desprendían túrdigas escamosas. En mayo de 1840, cuando contaba diez años, los médicos le aconsejaron que tomase los baños de Caldas y los de mar para paliar sus dolencias de la piel. Pero la reina no pudo seguir de modo constante el tratamiento que le obligaba a trasladarse a Barcelona, sobre todo tras el estallido de la Guerra Civil.
A esa edad era una chiquilla feúcha e ignorante, que desesperaba a sus servidores por su suciedad, su pereza y su reprochable conducta en la mesa. Necesitaba cuatro damas para vestirse y, aun no habiendo terminado de hacerlo, ya se manchaba de comida la parte delantera del vestido. Su educación, tan criticada por su madre María Cristina desde su mismo exilio en París, dejaba bastante que desear: la niña no sabía apenas leer y su caligrafía era muy deficiente, repleta de faltas de ortografía; le espantaba el francés y carecía de la necesaria corrección sintáctica al expresarse. “Era -como recordaba su biógrafo Theo Aronson- perversa, caprichosa y obstinada. Pero podía ser encantadora. Cuando le daba la gana desplegaba una gran dignidad natural, y sus formas rollizas daban a su figura tal empaque, que fácilmente conseguía un aspecto impresionante”.
Cuando sonreía, se le dibujaban en los mofletes unos simpáticos hoyuelos, y su contagiosa risa bastaba para ablandar las expresiones más duras. “En conjunto -resumía Aronson-, era una muchacha de personalidad definida, más precoz que lista, más voluntariosa que fuerte de voluntad, más impetuosa que entusiasta”. El doctor Antonio Izquierdo recordaba que tenía una constitución pícnica, con tendencia a la obesidad, y un temperamento ciclotímico. Era sociable, afable, bondadosa, alegre, viva, vehemente, apasionada... Sobre este tipo temperamental, el psiquiatra Juan Antonio Vallejo-Nágera escribía: “Son gentes de buen humor, que toman la vida tal como es, naturales, abiertos, de amistades rápidas y fáciles, tiernos, fervorosos”.
Su blando carácter le facilitaba el contacto con la gente. Tenía una conversación chispeante, una cordial sociabilidad, y una propensión a ligeros cambios de humor. Aunque, como advertía Vallejo-Nágera, era inestable en sus afectos y algunas veces se mostraba melancólica, irritable e incluso colérica. Su personalidad ciclotímica marcaba su tendencia a la extroversión, haciendo que jamás guardase nada para sí misma, exteriorizando su vida afectiva y deseando en todo momento que el medioambiente participase en ella. El día que cumplió dieciséis años, Isabel se desposó con Francisco de Asís de Borbón, duque de Cádiz, su primo carnal por doble ascendencia, dado que los padres de la reina y del rey consorte eran hermanos, igual que las madres.
Para acabar de preparar este explosivo cóctel borbónico, entre los progenitores de cada cónyuge mediaba parentesco de tío con sobrina carnal, el más próximo grado de consanguinidad que las dispensas canónicas y civiles podían consentir a quienes se casaban. “Tan reiterados fueron los matrimonios dentro de la misma familia -advertía Luis Cortés Echánove-, que los hijos de la nueva pareja serían Borbón, Borbón, Borbón, Borbón, Borbón, Borbón, Borbón, Borbón Sajonia, etcétera”. Borbón, hasta en la sopa: sus ocho primeros apellidos eran el mismo... ¡Borbón!

El laboratorio de la Historia

FECHA: 1830. A los padecimientos cutáneos de su padre, sumaba Isabel II el carácter herpético de su abuela María Luisa de Parma y el de su madre, María Cristina.
LUGAR: MADRID. Su educación, tan criticada por su madre, dejaba bastante que desear: la niña no sabía apenas leer y su caligrafía era deficiente, repleta de faltas de ortografía.
ANÉCDOTA: Tenía una conversación chispeante, una cordial sociabilidad y una propensión a cambios de humor; aunque, como advertía Vallejo-Nágera, era inestable en sus afectos, irritable e incluso colérica.

Vida disipada

La vida relajada de Isabel favorecía sus tentaciones libidinosas. No era extraño que se levantara a las tres de la tarde, para acostarse a las cinco de la madrugada. Como se despertaba tan tarde, a menudo concedía audiencias a los diplomáticos cuando estaba vestida con un peinador y calzaba zapatillas. A continuación, solía jugar al rehilete con sus damas de honor, o incluso con sus ministros. Luego, ya arreglada, almorzaba con gran apetito, y bailaba por la tarde durante horas hasta que se ponía uno de sus vestidos incrustados de piedras preciosas para irse al teatro. Una cena íntima en el departamento más reservado de cualquiera de los mejores restaurantes madrileños completaba la jornada. Con semejante régimen de vida, no resultó en modo alguno extraño que la reina intimase con su primer favorito, el general Serrano, duque de la Torre, a quien siendo aún adolescente llamaba ya “el general bonito”.