Adolf Hitler, a sangre y fuego: así se construyó la dictadura “perfecta”
Su proceso hasta llegar a ser el Führer pasó por la suspensión de la libertad de opinión y de prensa o una fuerte campaña de desprestigio contra el comunismo
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A comienzos de 1933, la situación de la República de Weimar era desastrosa: con su primer ministro, Kurt von Scheleicher, incapaz de reunir una mayoría parlamentaria que le permitiera gobernar, con 6 millones de parados, con el país al borde de la quiebra, con un Reichstag convertido en feroz reñidero donde nazis, socialistas y comunistas formaban los grupos más numerosos sin contar con mayorías para imponerse, con las calles en manos de matones y grupos paramilitares.... En la presidencia, el mariscal Paul von Hindenburg, 86 años, conservaba el apoyo de sus compatriotas y una excelente memoria, pero cada vez estaba más sordo, más ciego y más lento, aunque su declive físico no le impedía observar que la reciente designación del primer ministro había sido un grave error que le obligaba a firmar un decreto tras otro ante la imposibilidad de que Schleicher lograra respaldo para sacar adelante una sola ley.
Franz von Papen, que había vivido lo mismo hasta su sustitución por Scheleicher, ideó una estrategia para vengarse de este –al que acusaba de su destitución– y recuperar el poder: unió sus fuerzas a las del ultraconservador DNVP (Casco de Acero), dirigido por Alfred Hugenberg, y convenció a Hitler de que aceptara la Cancillería en minoría de carteras dentro del nuevo Gobierno. Luego, apoyado por los disturbios suscitados por los nazis y los rumores del mismo origen, que acusaban a Scheleicher de tramar un golpe de Estado, Von Papen convenció al anciano presidente de que nombrase Canciller a Hitler, asegurándole que le controlaría desde la Vicecancillería y con el apoyo de la mayoría del gabinete ministerial. De esta manera Hitler alcanzó la Cancillería el 30 de enero de 1933.
La primera noche en el poder la disfrutó Adolf Hitler presenciando un desfile de millares de antorchas desde la ventana de su despacho en la Cancillería, pero ahí terminaron las celebraciones y en adelante no perdió ni un minuto para desmontar la red con la que Von Papen pretendía controlarle y maniobrar para alzarse con el poder absoluto: primero, silenciar a la opinión pública para lo que el 4 de febrero emitió la disposición «Para la protección del pueblo alemán», que prohibía las manifestaciones, las campañas de Prensa y propaganda de los partidos que concurrieran a las elecciones. Luego, conseguir financiación para sus planes y la consiguió sacudiendo los bolsillos de los magnates de la industria y los negocios a los que reunió con la cucaña de convertir Alemania en un país donde florecerían sus fortunas. Después, conseguir el apoyo del Ejército: reunió a los generales más influyentes y les prometió mayores presupuestos, mejores salarios, la remilitarización y el rearme.
Pero requería, sobre todo, el apoyo decidido del presidente, sin el cual su poder sería un cascarón vacío. Y lo consiguió gracias a un suceso afortunado para sus intereses: el 27 de febrero fue incendiado el palacio del Reichstag y los dirigentes nazis, encabezados por Hermann Göring, presidente de la Cámara, acusaron a los comunistas de haber participado en él junto con el neerlandés Van del Lubbe, un comunista anarquista desquiciado (le guillotinaron en enero de 1934). En cuestión de horas fueron asaltadas centenares de oficinas y sedes del PC alemán y arrestados millares de sus miembros. Tan rápida y coordinada reacción hizo pensar que los autores del incendio habían sido los propios nazis, pero está probado (R. Evans) que ni fueron esos ni los comunistas sino, el loco Van del Lubbe en solitario, favorecido por las circunstancias.
Suspensión de la libertad
A Hitler le costó poco convencer a Hindenburg de que existía un complot comunista, que había reunido toneladas de armas y explosivos para destruir la República, y pudo arrancarle la firma del Decreto del Reichstag «Para la protección del Pueblo y del Estado», que suspendía provisionalmente siete artículos constitucionales garantes de la libertad de Prensa, opinión y reunión, del secreto postal, telegráfico y telefónico, la inviolabilidad domiciliaria, la propiedad privada y la propia libertad personal que quedaría bajo el arbitraje policial. Añadía fuertes sanciones económicas e, incluso, la pena de muerte para los culpables de daños a bienes públicos o resistencia a la autoridad. Anonadado por la destrucción del Reichstag y por las exageraciones de Hitler, el anciano presidente firmó en aquel momento el acta de defunción de la Weimar.
Pero a Hitler aún le faltaban dos pasos para alcanzar el poder absoluto: conseguir la mayoría en unas elecciones y terminar con todas las cortapisas al poder dictatorial, Parlamento y Tribunales. Convocó elecciones generales para el 5 de marzo. Con el dinero reunido, la ilegalización del PC y los amplísimos poderes firmados por Hindenburg, los propagandistas nazis lo ocuparon todo y sus matones y policías echaron el resto para amedrentar a los opositores y arrasar en las urnas, pero el electorado les otorgó sólo el 47,2% de los sufragios (43,91 de los escaños). Fue un golpe tremendo superado gracias a los equilibrios de Göbbels, que lo esgrimió como un enorme triunfo añadiendo a sus resultados los del Casco de Acero (6% de los votos, 7,97 de los escaños). ¡Por los pelos, pero la coalición les daba la victoria absoluta! Faltaba el paso final: conseguir del Parlamento una ley de Habilitación (Ley de Autorización o Ley Habilitante), una Ley de Plenos poderes que permitiera al Canciller gobernar por decreto sin responder ante nadie.
El 23 de marzo el nuevo Parlamento se reunió en el teatro de la Krolloper rodeado por centenares de SS que controlaban el acceso de diputados, periodistas, cuerpo diplomático e invitados; millares de agentes de las SA dirigidos por Göbbels, coreaban «Queremos la Ley de Plenos Poderes... o habrá fuego»; y para mayor intimidación, los pasillos estaban llenos de agentes de las SS seleccionados entre los que medían más de 1,85. En la tribuna de honor, ornamentada por una enorme bandera nazi, el presidente del Reichstag, Hermann Göring, se dirigió a los reunidos como «camaradas» y comenzó a recitar el «Despierta, Alemania», canción que desde hacía diez años formaba parte de la parafernalia parda.
Los diputados nazis, en pie, corearon las estrofas ante la inútil indignación de los demás. Al pasar lista se advirtió la ausencia de 81 diputados comunistas y 19 socialdemócratas –detenidos o huidos; por entonces ya estaban internados en los campos de concentración que florecían como hongos en Alemania, unos 15.000 comunistas y socialistas–. Ante las protestas por los encarcelamientos y las peticiones de que fuesen puestos en libertad, el diputado nazi Stoehr, respondió burlonamente que no se podía privar a aquellos diputados de la protección estatal que estaban recibiendo.
441 votos y mentiras
Luego intervino Hitler, recibido por una salva de aplausos y gritos «¡Sieg, Heil! ¡Sieg, Heil!». Reiteró sus argumentos habituales: los errores de la República, el peligro comunista, la conjura del incendio del Reichstag, la excelencia del nacionalsocialismo en el que se encarnaba la superioridad aria, la necesidad de un jefe carismático… Tras un descanso los líderes de la oposición se reunieron para sopesar sus fuerzas: los nazis necesitaban dos tercios de la cámara para conseguir su propósito, lo cual no sería fácil pero tampoco imposible por lo que ofrecieron su apoyo a Hitler a cambio de que retirase la supresión de los derechos individuales de los Decretos del Reichstag. Hitler y Göring se mostraron de acuerdo, comprometiéndose a entregar el compromiso en una carta dirigida a los representantes de los partidos.
Pero cuando se reanudó la sesión, las cartas no habían llegado; Göring aseguró que se retrasaban por las dificultades de acceso al teatro. Finalmente se votó, se contaron los sufragios y Hitler fue investido dictador con el apoyo de 441 votos contra 94: la carta prometida no llegó nunca y los derechos individuales jamás fueron restituidos. Los demócratas alemanes aprendieron que junto a la violencia, la inmoralidad, el autoritarismo, el antisemitismo y antimarxismo, entre las características esenciales del nazismo también se hallaban la mentira y el engaño.