La marea islámica: conquista y resistencia
La batalla de Guadalete abrió de par en par las puertas de la Península a los conquistadores árabe-bereberes, pero a pesar de la rápida conquista, no serían pocos los focos de resistencia
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El año 711 está grabado a fuego en la memoria colectiva de los españoles. Fue entonces cuando un ejército norteafricano comandado por Tarik desembarcó en Gibraltar. El rey visigodo Rodrigo acudió a hacerle frente, pero fue traicionado por una parte de sus propias tropas y pereció en la batalla. Su cadáver no fue encontrado, tan solo su caballo, ricamente enjoyado, semihundido en el lodo del campo de batalla de Guadalete (o de la Janda).
Apenas unos años después, la práctica totalidad de la Península había sido conquistada por las huestes norteafricanas, que trajeron consigo una nueva fe, la islámica. A partir de este momento se establece una compleja situación de coexistencia –a veces pacífica, otras violenta– entre distintos grupos sociales que configuran la realidad peninsular: por un lado, la élite árabe, minoritaria y privilegiada, que controla los resortes del poder. Por otro, un numeroso colectivo bereber que a pesar de haber llevado el peso de la conquista y abrazar la fe islámica es despreciado por las élites y, en general, apartado de las esferas de poder, algo que, en adelante, provocará no pocas tensiones en el seno del Estado omeya. A estos se suman las antiguas élites locales, tanto de origen visigodo como hispanorromano, integradas en el nuevo Estado andalusí mediante pactos de capitulación que no exigían la conversión religiosa sino únicamente la sumisión a la autoridad islámica, por lo que en la mayoría de los casos conservarán su antigua fe cristiana. Con ellos, buena parte de la población, que seguirá un patrón semejante.
En paralelo, hallamos a quienes quedaron fuera del Estado andalusí, los pocos que, bien por su capacidad de resistencia o, sobre todo, por alzamiento y rebelión, lograron cierto grado de independencia. Dos fueron los focos de resistencia que se desarrollaron entonces: el pirenaico y el asturiano, el primero de los cuales bajo influencia carolingia. Con el tiempo, darían lugar a algunos de los reinos que más protagonismo tendrían en siglos posteriores, entre los que destaca el de Asturias, que es el primero que se constituye como estructura política independiente.
Durante los primeros años de este proceso se produjeron, como es lógico, innumerables episodios de armas entre los autóctonos y los recién llegados. Las crónicas mencionan casos de resistencia en el Algarve, en Beja, en Mérida y en otros lugares. La arqueología parece confirmarlo, como en el yacimiento de El Bovalar (Lérida), aldea visigoda que sufrió una destrucción completa por efecto de un gran incendio en coincidencia con el momento de conquista musulmana de ese territorio. Probablemente se trató de un episodio violento, ya que el lugar no volvió a ser ocupado. Según relata una crónica del siglo XI, el «Ajbar Maymúa», durante la conquista de la ciudad de Córdoba se produjo un episodio semejante: cuando las tropas musulmanas irrumpieron en ella, el gobernador visigodo, a la cabeza de unos centenares de hombres, se refugió en la iglesia de San Acisclo –cuya ubicación exacta se desconoce– donde, a decir de esas mismas fuentes, aguantaron durante meses antes de rendirse y ser todos ellos degollados.
Fue en esta misma ciudad donde, en torno a un siglo más tarde, se produciría una sublevación de extrema gravedad, la llamada revuelta del Arrabal del año 818, cuyos habitantes cercaron al gobernador omeya en su alcázar y a punto estuvieron de acabar con su vida. Pero no fue este el único conflicto interno del al-Ándalus; más grave incluso era la revuelta de Ibn Hafsún a finales del siglo IX, individuo que logró reunir en su corte a un conglomerado de cristianos, muladíes y bereberes disconformes con la élite de origen árabe y, de facto, desgajó una porción de al-Ándalus del poder del emir de Córdoba. Su nuevo Estado, con capital en la inexpugnable fortaleza de Bobastro (Málaga), resistió durante décadas. Algunas fuentes afirman que el propio Ibn Hafsún, que era muladí –musulmán descendiente de cristianos–, apostató del islam y se convirtió al cristianismo, aunque otras más verosímiles sugieren, por el contrario, que entabló relaciones con el califa de fatimí de Egipto, un Estado rival al califato omeya –y considerado herético–. El episodio es sintomático tanto de las tensiones internas como de la heterogeneidad cultural y religiosa de la Península en estas fechas tan tardías, hasta dos siglos después de la conquista protagonizada por Tarik y Muza.
Fueron, por tanto, dos siglos testigos de la rápida conquista militar y de la progresiva consolidación del Estado andalusí, pero también de intensos conflictos internos, de rebeliones, de los primeros episodios de resistencia, de la pervivencia de muchos rasgos del periodo anterior –visigodo– y del germen de nuevos Estados en el norte peninsular llamados a tener una inmensa relevancia en la historia de la Península.
Para saber más...
- «Ejércitos medievales hispánicos (II). Conquista y resistencia (711-929)» (Desperta Ferro Especiales n.º XXVII), 84 páginas, 7,95 euros.