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El último tabú de la guerra civil: el síndrome postraumático

Una mujer contaba que su marido era normal pero que después de la guerra se convirtió en ’'un auténtico psicópata’' y que le pegaba
Antoni CampañáEFE

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A muchas familias les resultará conocido lo que vamos a contar, aunque la mayoría lo habrán preservado en secreto y puede que no se hayan atrevido a reconocerlo más allá de la estricta intimidad. Durante años, la dictadura franquista negó que entre sus tropas hubo casos de trastornos por estrés postraumático, con todas las dolencias mentales derivadas de ello, y también que la Guerra Civil española tuviera un impacto psicológico entre los combatientes de ambos lados. Pero, ¿cómo es posible que la Primera Guerra Mundial dejara tantas secuelas entre las filas de los ejércitos involucrados y que la de España apenas tuviera consecuencias en este sentido? El Ejército norteamericano ya identificó multitud de casos en la del 14 de lo que entonces se llamó «neurosis de guerra», y un estudio realizado durante la Segunda Mundial en una división de 12.000 hombres concluía que los soldados bajo el fuego de la artillería y al entrar en combate sufrían palpitaciones violentas, vacío de estómago, temblores en el cuerpo, frío generalizado y desvanecimientos. Un 25 por ciento reconoció que vomitaba, otro 25, que no controlaba el esfínter en los momentos más crudos y un 10 por ciento que se orinaban encima.
Los médicos de EE.UU. trataron de averiguar cuánto tiempo aguantaba un soldado en primera línea. Vietnam les brindó la respuesta. Dedujeron que es mentira que los individuos «se acostumbren a una situación bélica» y que, más tarde o temprano, todos quebraban. La llegada del colapso depende de la intensidad de la experiencia. Evaluaron que el tiempo estimado oscila entre 200 y 240 días en un frente en calma. En caso de un combate continuado, una persona resiste entre 24 y 30 días antes de romperse. Para ellos, estas bajas eran tan inevitables como las que producían las balas. Aunque, eso sí, según las autoridades que gobernaban en nuestra posguerra, en España no había sucedido nada.
Una argumentación que contradicen los escasos pero relevantes datos que existen de lo que muchos consideran el último drama de la Guerra Civil: el trastorno por estrés postraumático de los soldados y las múltiples afecciones psíquicas a las que dio lugar. La historiadora Stephanie Wright cuenta en «Spanish Civil War Veterans, Mental Illness and the Francoist Regime» que «los registros militares revelan que para 1939, el número de soldados con enfermedades mentales había sobrepasado por completo la capacidad de las clínicas psiquiátricas militares».
La investigadora recoge uno de los casos, el de Dolores Hernández, que escribió una carta a Juan Antonio Vallejo-Nájera, uno de los psiquiatras del régimen, exponiéndole el comportamiento de su marido, que luchó del lado franquista. Esta mujer sostenía que la enfermedad de su pareja comenzó durante el conflicto y que tanto ella como la hermana de él coincidían en que su actitud era «normal» antes de las hostilidades. No solamente reseña el proceder errático de su esposo, sino que confesaba que, debido a su trastorno, sufrió en muchas ocasiones maltrato físico a manos de él. O sea, que fue agredida durante esos brotes de violencia, algo común entre los hombres afectados por estrés postraumático, como también lo sería el insomnio, los sentimientos negativos y la frustración, la culpa, la ansiedad y la depresión. Aseguraba que era «un auténtico psicópata» y alguien «verdaderamente incurable». Para Stephanie Wright, «Dolores y su matrimonio fallido podrían considerarse víctimas tardías de la Guerra Civil y muestra las consecuencias psicológicas que tuvo».

La enfermedad de los débiles

El historiador David Alegre , autor de «La batalla de Teruel: guerra total en España», aporta una clave de este silencio: el discurso que la dictadura manejó al concluir el conflicto. Los ideales morales y la idea de legítima cruzada que se manejó durante la contienda no encajaban con la complejidad y las graves consecuencias sociales de este acontecimiento. En el mundo, no solo en nuestro país, existía todavía una visión viril de la guerra. «Las enfermedades mentales, en España y en todo el mundo occidental, estaban consideradas un síntoma de debilidad del individuo y, en un marco bélico, se identificaban con la potencial fragilidad de los valores que se pretendía defender». Por eso no podían aceptar que individuos que combatían bajo unos ideales como los que encarnaban –y que debían infundir valor en los hombres– pudieran colapsar. Aparte, los problemas mentales se contemplaban como un síntoma de debilidad de la raza. «Eso era algo que las autoridades no toleraban, porque iba en contra del enaltecimiento de la masculinidad heroica, la comunidad nacional y la patria. Pero no era extraño en la época si miramos a otros regímenes contemporáneos: Alemania, Italia, Francia... Esos discursos eugenésicos estaban de moda: se criminalizaban las patologías mentales y se patologizaba a los criminales, de manera que los comportamientos que se desviaban de lo social y culturalmente deseable eran considerados como una amenaza de primer orden».
De hecho, los historiadores están encontrando cada vez más casos. Uno da cuenta de cómo un ex republicano fue encontrado en medio del campo, subido a un risco, desnudo, con el brazo derecho extendido y cantando el «Cara al sol». El alcalde del pueblo, nacional pero amigo suyo, se acercó a él y recibió esta contestación: «Estoy rodeado de guardias civiles, si no canto el himno matarán a mi familia», pero allí no había nadie. El regidor tuvo la habilidad de rescatarlo de la alucinación. Stephanie Wright recoge el ejemplo de otro ex combatiente con «esquizofrenia paranoide» que afirmaba, al inicio de su enfermedad, que «todos me miraban porque pensaban que era rojo» y el de otro soldado diagnosticado también con esquizofrenia que gritaba: «¡No soy un espía!».
David Alegre aclara que estos dramas se vivieron con angustia en el domicilio familiar y en absoluta soledad. Eran tragedias personales, porque «la dictadura solo reconoció a 3.000 afectados». «No estaban protegidos por el franquismo. Hubo 1.700.000 hombres en el bando republicano, 1.260.000 en el nacional, 120.000 voluntarios que apoyaron a los primeros y 100.000 a los sublevados. Se calcula que hubo unos 200.000 muertos. Con este marco, y a falta de más investigación, el número de afectados por estrés postraumático y diversas psicopatías tuvo que ser de decenas de miles en un nivel u otro».
El autor apunta dos batallas que afectaron sobre manera a las tropas, «la Teruel y la del Ebro. La primera por el frío extremo y el paisaje, un factor que mina a los combatientes. Igual que sucedió en la selva en Vietnam, vivir en una trinchera ese paisaje estepario, ese pedregal, resultó desolador, porque la muerte está acechando ahí, en la nada. Si se piensa en las nevadas y ventiscas provocadas por el frente ártico de enero, que las temperaturas se desplomaron hasta los veinte grados bajo cero con un manto blanco que ya de por sí provocaba alucinaciones visuales, las semanas de lucha, la tasa de fallecidos, el miedo a morir y la amenaza a las amputaciones por el llamado ’'pie de trinchera’', o sea, a que se te pudrieran los pies por la falta de higiene, la humedad y la congelación, debió resultar demoledor».

La quinta del biberón

Otro momento crucial fue la ofensiva del Ebro, sobre todo, por la quinta del biberón. «A medio plazo hubo casos de esquizofrenia provocados por la experiencia, una enfermedad que aparece en la última adolescencia, entre los 16 y 17 años, y de 20 a 22. No tenían formación militar. Lo que se hizo con ellos fue criminal, pero primó el imperativo militar de resistir a toda costa y enviar a primera línea todo lo que hubiera disponible. El ejército republicano no debió llevarlos. Hubo casos de colapso mental. A nivel testimonial están documentados». Psiquiatras republicanos atestiguaron la «psicosis de guerra» y se dieron cuenta de que derivaba del peligro, la tensión y la fatiga. David Alegre añade que «estos casos se agravaban por el alcoholismo. Junto a las municiones se enviaba bebida y tabaco de forma prioritaria. El alcohol mitigaba los nervios, calentaba, adormecía el dolor. Tras la guerra, el alcoholismo fue un problema de salud pública en España. Igual que la morfina, como ha demostrado Jorge Marco. El franquismo subvencionó su consumo para paliar las adicciones provocadas por el tratamiento de dolencias graves y enseguida saltó al mercado negro». También se tapó.
ALCOHOL, MORFINA Y SUICIDIOS
El miedo durante el combate, la inseguridad, la represión en la retaguardia, los bombardeos aéreos, la higiene pésima, la mala alimentación, la tensión y la falta de privacidad en el frente llevaron al colapso a muchos soldados nacionales y republicanos. Los vencidos sufrieron más, como es lógico, al perder la guerra y pasar por las cárceles y los campos de concentración. Pero a todos, de un lado o de otro, les afectó el trastorno por estrés postraumático. A eso había que sumar aspectos que se han aireado poco, como son el alcoholismo y la adicción la morfina después de la contienda. Y, si no fuera suficiente, había que añadir la presión social de ser padre de familia y no encontrar trabajo para alimentar a los hijos en un país que se había hundido en la crisis. Los índices de suicidio, de los que tampoco se hablaba, se multiplicaron.