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El insinuante blues de Steve McQueen contra el racismo en Inglaterra

En la segunda entrega de la antología dirigida por el director de “12 años de esclavitud”, McQueen se traslada al corazón de una fiesta interminable en el Londres de los ochenta
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Cuando una fiesta termina, volvemos a casa con el cuerpo por delante, con el empuje de los toros y los dioses, emborrachados de placer, inflados de ánimo, sacudidos de disfrute. Es un cansancio placentero el que provocan las diversiones antológicas. Después de la nocturnidad del jaleo, del desenfreno colectivo del baile, del éxtasis compartido de la celebración, aparece el día para inundarlo todo con su luz renovada. En el escenario de tan arrebatado deleite surgen vasos vacíos, ceniceros sucios, sillones abandonados, líquidos vertidos de procedencia desconocida, silencios litúrgicos y una atmósfera extraña de embriagadora belleza solitaria que advierte a los juerguistas del final de un tiempo y el comienzo inevitable de otro.
El cineasta Steve McQueen conoce y utiliza ese hermanamiento histórico que la jarana provoca para trasladar “Lovers Rock”, la segunda entrega de las cinco películas que vertebran la saga de “Small Axe” orquestada por Movistar +, al Londres ochentero de la cultura de los clubes segregados, los disturbios de Brixton y los progresivos estallidos musicales de géneros como el reggae o el blues. A ese Londres en el que los lugares asignados para la celebración de fiestas variaban en función del color de la piel que poseyeran los integrantes de las mismas. De esta forma, mientras los blancos bailaban en discotecas, los negros se veían obligados a hacer lo propio en las casas. Aunque ya le hubiera gustado a los primeros adentrarse en la sensualidad, la libertad, la desinhibición y la elevación espiritual y salvaje que vivían los segundos de forma casi clandestina.
“”Lovers Rock” es una recomposición colectiva de un tiempo y lugar muy valiosos. En estas fiestas en las casas, los propietarios limpiaban sus habitaciones de muebles y traían un sistema de sonido. Altavoces grandes, a menudo caseros junto con el equipo que tocaría la música –el DJ, que hablaba con la multitud–, y el Selector, que se encargaba de elegir la música. Se corría la voz por el vecindario y los asistentes a la fiesta pagaban una entrada. Esta película traerá muchos recuerdos felices y espero que inspire una nueva encarnación del blues del público más joven”, señala la productora ejecutiva Tracey Scoffield sobre la veracidad y la autenticidad de este tipo de celebraciones. Dentro de ese ejercicio de recomposición colectiva es donde encuentra el filme uno de sus pretextos más lógicos, porque traslada a un público necesaria o no necesariamente generacional una reivindicación atemporal de compañerismo, cercanía, comunidad y amor. Algo que McQueen explica de esta manera: “Quería mostrar ese tipo de liberación, esa libertad, esa desnudez espiritual. No se ve mucho en el cine que los negros tengan esa falta de inhibición”.
Los cuerpos del deseo
El ritual del amor joven en los guateques de Blues queda perfectamente encapsulado por McQueen en esta cinta repleta de fisicalidad, energía y elementos sensoriales gracias a los cuales el espectador puede trasladarse durante poco más de una hora al corazón de una de esas casas en donde se homenajeaba la cultura negra a través de la música y el baile, de la sangre encendida y las nubes de marihuana pero también del acompasado y ritual movimiento de los cuerpos. En esa fiesta de reggae que se prolonga toda la noche y que capitaliza la totalidad del metraje, surge un romance anecdótico protagonizado por Micheal Ward y Amarah-Jae St. Aubyn que ejemplifica con ternura los códigos que se utilizaban entonces para flirtear.
“Si un hombre quería bailar con una mujer, le tocaba el codo y dejaba que su mano se deslizara hacia abajo. Si la mujer quería bailar, dejaba que el hombre la llevara hasta el final. Si rechazaba la proposición, sencillamente se alejaba”, subraya el director. En una de las escenas notablemente más álgidas de la fiesta, todos los jóvenes cantan a capela durante cinco minutos ininterrumpidos el sencillo de 1979 de Janet Kay, “Silly Games”, mientras se mueven poseídos y extasiados, acunados por la melodía. Y es entonces cuando nos gustaría estar allí, en ese tiempo en el que no hacía falta ponerse mascarilla para sudar la música.

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