La tormenta perfecta y el fin del Imperio
La caída del Imperio romano de Occidente, no puede achacarse en exclusiva a las invasiones bárbaras. Fue resultado de múltiples circunstancias, muchas de índole interna
Sin duda, algunas de ellas fueron de índole social, como la creciente desigualdad social que permitió la concentración de la riqueza y poder en manos de un puñado de familias. Con la acumulación de riquezas, propiedades y dignidades, la aristocracia comenzó a hacer sombra a las propias instituciones del Estado e, incluso, a gobernar en su nombre, evadir el pago de impuestos y caminar hacia un modelo de autosuficiencia económica y militar.
Todo esto ya ocurrió cinco siglos antes, en época de César y Pompeyo, con resultados que en aquella ocasión a punto estuvieron de ser catastróficos. Pero en el siglo V d.C. se sumaron otros problemas: en paralelo, buena parte de la población experimentó una merma de riqueza y libertades, la reducción a un estado de semiservidumbre que en poco les diferenciaba de los tradicionales esclavos. La decadencia demográfica que experimenta el Imperio en este periodo, con un índice de crecimiento negativo, sin duda ha de entenderse como una manifestación de las penurias que atravesaba su población. Salviano de Marsella, eclesiástico de la época, refiere que los campesinos de la Galia deseaban la llegada de los invasores bárbaros, en la esperanza de que el cambio de aires mejorara su fortuna.
En paralelo, se produjo un fenómeno de extrema gravedad que los especialistas definen como la aparición de los «señores de la guerra», militares de alto rango que acumulaban tanto poder en sus manos que empezaron a hacer sombra al propio emperador, y a gobernar en su nombre. Tanto fue así que hubo incluso algún monarca que, impotente y humillado, se dice que se quitó la vida antes de seguir tolerando tal estado de cosas. El fenómeno, por sí mismo, no tendría por qué ser necesariamente dañino, de no ser porque alimentó una terrible lucha entre los generales del Imperio, un faccionalismo y competición sin fin por alcanzar esa posición de preeminencia.
La lucha impedía que se diera un esfuerzo coordinado, ya que los comandantes de uno u otro contingente o gobernantes de las provincias del Imperio se ponían la zancadilla mutuamente para evitar el ascenso de sus rivales. Los generales de alto rango comenzaron a formar contingentes de guardias personales, verdaderos ejércitos privados («bucelarii») que, como era de esperar, no eran leales ni a Roma ni a las instituciones ni mucho menos al emperador, sino únicamente a su general. Y, en efecto, en algunos casos esta competición se tradujo en choques armados, como en la batalla de Rímini (432), en la que los generales Aecio y Bonifacio lucharon en campo abierto por la dominancia sobre el Estado.
Y todo esto coincidió con una coyuntura en la que los pueblos bárbaros redoblaron su presión sobre las fronteras. En el año 378 los godos hicieron su entrada y, tras derrotar a las legiones y dar muerte al emperador de Oriente en la espectacular batalla de Adrianópolis, se instalaron en el Imperio. Roma se vio obligado a pactar con ellos: a cambio de servicios militares, se les ofreció tierras en las que asentarse. En adelante, una parte de los contingentes militares del Imperio se organizaba al modo bárbaro, dirigidos por oficiales y generales asimismo bárbaros.
Y vendrían invasiones más graves, caso de los suevos, vándalos y alanos que cruzaron el Rin helado en la Navidad del año 406 y se enseñorearon por Hispania. Pero el episodio más dramático de todos ellos fue, sin duda, la invasión y conquista en el año 429 de la provincia romana de África –correspondiente, «grosso modo», a la moderna Túnez– por Genserico, rey de los vándalos. Esta era la región más pingüe de Occidente, el granero de Roma, inagotable fuente de recursos cerealísticos que alimentaban al Imperio y, también, de valiosísimas rentas fiscales que sostenían a las instituciones del Estado. La pérdida repentina de ambas cosas fue un golpe durísimo del que el Imperio jamás se recuperaría. El emperador Mayoriano, entre otros, trató de reconquistar la región, pero las luchas intestinas en el seno del Imperio se lo impidieron y la provincia no se recuperó jamás.
La suma de todos estos fenómenos provocó una terrible merma en la operatividad del Estado central. Lo paradójico de esto es que, a pesar de todo, el Ejército seguía siendo una máquina formidable, como demostró, por ejemplo, al derrotar a Atila –si bien con la ayuda de contingentes aliados– en la batalla de los Campos Cataláunicos. La caída definitiva no se produjo, por tanto, por la ineficacia del Ejército sino por la incapacidad del Estado para seguir financiando ese mismo ejército.
Fueron por tanto, según todos los indicios, problemas de índole político (debilidad del emperador y pugna entre espadones), social (polarización de los extremos de pobreza y riqueza y la crisis demográfica resultante) y fiscal (en particular, tras la pérdida de África) los que enfermaron gravemente al Imperio. La presión de los pueblos bárbaros fue solo uno de los muchos problemas que se sumaron para generar la «tormenta perfecta».
Para saber más...
- «La legión romana. El ocaso del Imperio» (Desperta Ferro Especiales, nº 25), 84 páginas, 7,95 euros.