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Opinión
Cuentos populares españoles
Leer cuentos sirve además para el desarrollo de la memoria, ahora tan descuidada
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"Cuéntame un cuento / y verás qué contento / me voy a la cama / y tengo lindos sueños", decía la canción de Celtas Cortos, editada en 1991.Vivíamos aún por aquel entonces en la edad predigital, y la cultura discurría mayoritariamente por los cauces tradicionales de la letra impresa y, en el caso de los cuentos, la lengua oral.
Esta última fue la vía por la que se transmitió durante muchos siglos el riquísimo acervo de la cultura popular en forma de fábulas, apólogos, cuentos y leyendas que hunden sus raíces en la noche de los tiempos. Hoy esta vía ha desaparecido por completo y a lo mejor por ello cuesta entender su importancia en el devenir de la historia, aunque cabría recordar dos nombres que resultan ilustrativos al respecto: el primero es el de Sócrates, considerado el padre de la filosofía occidental, cuyo pensamiento lo conocemos gracias a su discípulo Platón, porque él no dejó nada escrito; el segundo es el de Jesús, el mayor de los maestros orales, que solo una vez escribió unas palabras en la tierra, y no las leyó nadie porque las borró enseguida.
De los cuentos populares de tradición oral cimentada en la memoria puede decirse que han ejercido más influencia y han arraigado más vivamente en el corazón y en la fantasía de los pueblos que las obras más célebres de la literatura escrita. Buena parte de esos cuentos que conforman el patrimonio colectivo español, de raigambre milenaria y hoy en trance de desaparición, han sido recogidos en un libro que ahora se reedita en un solo volumen, Cuentos al amor de la lumbre, de Antonio Rodríguez Almodóvar.
La mayoría de ellos, como el lector recordará, suceden en un tiempo ahistórico e impreciso (“Érase una vez”) y presentan como notas distintivas el protagonismo de elementos maravillosos y de animales humanizados (el lobo malvado, la zorra astuta, el gallo presumido…), así como la naturalidad con que se relatan las escenas más crueles o disparatadas.
Y también esos cuentos, o sus equivalentes europeos más divulgados –las recopilaciones de Perrault, de los hermanos Grimm, de Andersen–, deberían seguir leyéndose hoy, en casa y en la escuela. Leerlos, y no verlos en pantallas, porque así el niño participa activamente en el desarrollo de la historia, pues ha de recrear en su imaginación lo que le describen las palabras (gestos de los personajes, voces y sonidos, forma de los objetos…).
Leer cuentos sirve además para el desarrollo de la memoria, ahora tan descuidada –sabido es que el niño exige que le repitan el cuento siempre de la misma manera, sin ningún cambio ni ningún olvido–, y los más pequeños necesitan, en nuestra época más que nunca, que no se pierda esa tradición ancestral.
Cuéntame un cuento, dijo el niño antes de dormirse. Y cuando despertó, el cuento todavía estaba allí
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