Opinión
Las lenguas y el “hecho diferencial”
Antonio Benítez Burraco, Catedrático de Lingüística General, señala que "todos somos diferentes lingüísticamente, por lo que, en principio, todos estaríamos igual de legitimados para hacer uso de ese argumento espurio del hecho diferencial"
Ahora que el Gobierno de España parece volver a estar en manos de los partidos nacionalistas, puede ser un buen momento para reflexionar sobre el papel que juega la lengua en eso que se ha llamado muchas veces “el hecho diferencial”. En un mundo (al menos el occidental) en el que todos hemos acabado comiendo las mismas cosas, escuchando músicas parecidas y viendo las mismas series en televisión, y sobre todo, pensando y opinando de forma semejante sobre cuestiones de más trascendencia (como el tipo de sociedad en que queremos vivir), hablar una lengua que no sea el español se ha convertido en el componente más importante, si no el único, de ese supuesto “hecho diferencial” que legitimaría las demandas de estos partidos (y de buena parte de las sociedades que los votan, no lo olvidemos).
No obstante, a poco que uno se pare a considerar este asunto del “hecho diferencial” con algo de objetividad (y con un mucho de desapasionamiento), se dará cuenta de que estamos rodeados de “hechos diferenciales” por todas partes. Así, en algunos sitios se bailan sevillanas (aunque solo a veces y solo por unos pocos), mientras que en otra prefieren la sardana (claro que es el reguetón lo que se escucha la mayor parte del tiempo y por parte de la mayoría); en ciertos sitios se comen sardinas al espeto y en otros, cochinillo (si bien las cadenas de comida rápida están abarrotadas y casi nadie cocina ya en casa, mucho menos platos tradicionales).
Paradójicamente (o quizás más bien, sintomáticamente), a medida que nos vamos pareciendo cada vez más los unos a los otros, con más ruido y furia, como diría Faulkner, defendemos las pequeñas diferencias que aún nos separan. La pulsión identitaria es uno de los síntomas distintivos de nuestra sociedad moderna. Ya no somos individuos: somos, ante todo, miembros de algún colectivo (o de varios), que agrupa a personas con gustos sexuales semejantes, ideas políticas afines o intereses intelectuales parecidos.
El problema a la hora de hacer política territorial, y aquí está la clave del asunto que nos ocupa, es que los rasgos que tradicionalmente han conformado la identidad cultural de las diferentes comarcas, comunidades o regiones de España han ido dejando de tener la relevancia que tuvieron en el pasado, como consecuencia de la irrupción de la modernidad y la globalización, y sobre todo, de una realidad líquida en la que las identidades cambian constantemente y se eligen al arbitrio de los deseos y los sentimientos del individuo, que son intrínsecamente mudables. Y así, en un territorio en el que ahora conviven gentes con diferentes (y camaleónicas) identidades sexuales, culinarias o religiosas, la lengua aparece como el único elemento capaz de vertebrar la maltrecha identidad colectiva, la única tabla de salvación a la que aferrarse para poder reivindicarse como “diferente” al vecino y en último término, poder jugar en la Primera División de la política nacional. El objetivo de este artículo es tratar de mostrar la poca enjundia (cuando no el carácter espurio) de tal argumento.
Los lingüistas consideran que dos códigos comunicativos son lenguas diferentes si sus usuarios no se entienden cuando los emplean para tratar de comunicarse entre sí. Según este criterio de la ininteligibilidad mutua, el vasco y el español serían lenguas distintas, pero no lo serían, en cambio, el catalán y el español. Es evidente que tal (in)inteligibilidad mutua no es un valor absoluto. Así, cambia según el nivel de la lengua que consideremos (por ejemplo, a los españoles nos cuesta más entender el portugués hablado que el escrito, porque los sonidos de estas dos lenguas son más diferentes entre sí que sus gramáticas o sus vocabularios). Y cambia también de un hablante a otro (hay personas con buen “oído” para las lenguas y otras, a las que les resulta muy difícil entender una lengua foránea). Ahora bien, todo lo anterior es igual de cierto para lo que llamamos variedades de una misma lengua. Un ejemplo serían las de carácter geográfico, esto es, los dialectos. Así, a los santanderinos que visitan Andalucía les costará bastante comprender una conversación informal entre dos vecinos de la Sierra Sur de Sevilla… posiblemente, en no menor medida que a un hablante de español comprender el catalán. Y, sin embargo, en el primer caso, decimos que ambos grupos están hablando la misma lengua y en el segundo, lenguas diferentes. Es más, algo semejante sucede con las variedades históricas de las lenguas. También tenemos serios problemas para entender el poema fundacional de la literatura española, El Cantar de Mío Cid (lo que explica que se publique acompañado de una ingente cantidad de notas a pie de página, que nos ayudan a interpretar palabras o construcciones gramaticales que han cambiado bastante desde el siglo XIII). Y, no obstante, decimos que el Mío Cid está escrito en la misma lengua que hablamos hoy: el español. En suma, parece que no somos coherentes con la definición que hemos dado de lo que es una lengua: a veces llamamos lenguas a códigos que son parcialmente inteligibles entre sí, mientras que en otras ocasiones llamamos variedades de una misma lengua a códigos que son parcialmente ininteligibles entre sí. Está claro que debe haber algo más que otorgue al catalán el estatus de lengua y se lo niegue al andaluz de la Sierra sur de Sevilla.
Un argumento habitual a este respecto, que podemos encontrar recogido incluso en los manuales escolares, es que el catalán, como el propio español, “deriva” del latín, mientras que el andaluz “deriva” del español. En realidad, ser descendiente más o menos directo del latín no legitima a una variedad lingüística como lengua. Lo único que sucede es que el español y el catalán se separaron hace más tiempo que el andaluz y el español de Cantabria, con lo que se han acumulado más diferencias entre ambas variedades, volviendo más difícil su comprensión mutua. De hecho, si en lugar de mil años hubiesen pasado cinco mil, lo que ahora es una inteligibilidad parcial entre español y catalán habría acabado siendo una ininteligibilidad total. Es lo que ocurre, por ejemplo, con el ruso y el español: a pesar de que ser también lenguas hijas de la misma lengua madre (el protoindoeuropeo), se separaron hace tanto tiempo, que solo el especialista en lingüística histórica es capaz de advertir ese origen común. En consecuencia, unos pocos cientos de años más separados el uno del otro y las diferencias entre el andaluz y el español de Cantabria podrían llegar a ser las mismas que advertimos hoy entre el catalán y el español. De hecho, este problema no se limita al caso del español, sino que es común a otras variedades que llamamos lenguas. Así, dentro del ámbito catalanoparlante se discute con no poca pasión si ciertas variedades lingüísticas, como el valenciano o el balear, son lenguas diferentes o dialectos del catalán. En este caso sucede lo mismo que con el andaluz y el español de Cantabria: a más tiempo que pase, más diferencias se acumularán y menor será la inteligibilidad mutua.
¿Qué otros factores confieren a una variedad lingüística el anhelado estatus de lengua? Quizás el más importante sea la existencia de una variedad bien definida (o codificada y normativizada, por hablar más técnicamente) que sea usada por los hablantes cultos y, sobre todo, que se emplee en la escritura. Andaluces y cántabros escriben sus respectivas variedades lingüísticas de la misma forma (aunque sigan siendo distintas en el plano oral y solo parcialmente inteligibles entre sí), mientras que catalanes y andaluces las escriben de forma diferente (a pesar de que al hablarlas son bastante parecidas entre sí). Si los andaluces tuvieran su propia variedad culta escrita, de modo que almerienses, onubenses y sevillanos (que también hablan de forma diferente, por cierto) se hubiesen puesto de acuerdo para escribir sus respectivas variedades orales de una misma forma, diferente al español (hay, de hecho, propuestas en este sentido), no habría ningún argumento lingüístico para rebatir a quien quisiera afirmar que el andaluz es tan lengua como el catalán. Técnicamente, lo que se habla en toda la Península Ibérica son dialectos diferentes de una misma lengua romance, si bien algunas de estas variedades se escriben de forma (ligeramente) diferente (portugués, catalán, español) y otras, de la misma manera (andaluz, murciano, etc.). A lo que se escribe igual lo llamamos variedades de una lengua y a lo que se escribe diferente, lo llamamos lenguas distintas. El resto de los argumentos que suelen aducirse para otorgar el estatus de lengua a una variedad lingüística son mucho más subjetivos y, por consiguiente, fácilmente reivindicables por cualquier variedad. Es lo que ocurre, por ejemplo, con la existencia de una tradición cultural (sobre todo, literaria) que use dicha variedad como vehículo de transmisión o bien su papel en la conformación de la identidad del grupo que la habla. Nadie negaría que no exista una literatura sobre Andalucía, en muchos casos escrita por y para los andaluces, y mucho menos, que no haya una cultura andaluza … solo que los andaluces hemos usado la variedad escrita del español para darle cuerpo y para transmitirla.
Sin duda, el vasco sería una excepción a todo lo anterior. En caso de estar emparentado con el resto de las lenguas peninsulares (algo que nadie ha conseguido probar), habría empezado a diferenciarse de ellas hace tanto tiempo (miles de años y no cientos) que cualquier indicio de ese posible origen común ha desaparecido, de ahí también la completa ininteligibilidad que existe entre el vasco y las variedades romances peninsulares. Recordemos: a más tiempo de separación, más diferencias. Ahora bien, hasta la creación del batúa (o vasco unificado) tampoco existía una lengua vasca como tal, sino un conjunto de dialectos más o menos parecidos y con diversos grados de inteligibilidad mutua… en suma, lo mismo que ocurre con el portugués, el catalán o el español. La única diferencia es que en estos casos la variedad culta fue apareciendo de forma progresiva a lo largo de los siglos y no como resultado de una decisión académica y política. En realidad, la situación del vasco antes de la creación del batúa es lo que podemos encontrar en muchas partes del mundo (como Nueva Guinea o el Amazonas) y desde luego, lo que ha venido siendo habitual durante la mayor parte de la historia humana: la existencia sobre el terreno de un continuo de variedades lingüísticas con un prestigio parecido y sin una variedad culta superpuesta (que se haya escrito además), con lo que distinguir entre lengua y dialecto es una misión casi imposible (y absurda, en realidad). Hay que empezar a entender que nuestro mundo occidental, para el que la distinción entre lengua y dialecto es tan importante, puede ser la excepción y no la norma, tanto en términos geográficos como históricos. Y desde luego, que tal distinción obedece, en la mayor parte de los casos, a criterios de índole no lingüística, sino eminentemente política. Como afirmó el sociolingüista Max Weinreich en cierto momento, una lengua no es más que un dialecto con un ejército y una armada. En el fondo, la aspiración última de cualquier nacionalista que se precie es alcanzar la homogeneidad lingüística de su territorio, de modo que una única variedad dialectal (la suya) pueda alcanzar, por fin, el estatus de lengua nacional. Esta idea, lejos de ser moderna (y progresista) es muy antigua (y reaccionaria). Las palabras que dirigió el filósofo alemán Fichte al pueblo alemán en 1807 no difieren de muchos de los discursos que resuenan hoy, dos siglos después, en muchos ámbitos nacionalistas: “Las fronteras primeras, originarias y realmente naturales de los Estados son, sin duda alguna, sus fronteras internas. Quienes hablan la misma lengua están unidos entre sí por una serie de lazos invisibles, simplemente por naturaleza […] pertenecen al conjunto y constituyen por naturaleza un todo único e inseparable. Un “pueblo” así no puede querer admitir en su seno a otro pueblo de distinto origen y de distinta lengua”.
La moraleja de esta apresurada lección de geografía lingüística y de lingüística histórica es que no existe ningún “hecho diferencial” basado en la posesión de lenguas propias. Todos somos diferentes lingüísticamente, por lo que, en principio, todos estaríamos igual de legitimados para hacer uso de ese argumento espurio del “hecho diferencial” a la hora de justificar nuestras reivindicaciones políticas territoriales. Las lenguas son idealizaciones y si existen, es, sobre todo, en el plano escrito. Y desde luego, no son fines en sí mismas, sino instrumentos para vertebrar la sociedad y volverla más justa. Por tanto, no tratemos de usar a la lingüística para intentar volver más respetables proyectos políticos que, en lugar de aceptar que la diversidad lingüística es connatural a la especie humana y que debe subordinarse siempre a la igualdad política de los ciudadanos, entrañan, en cambio, la perpetuación de la desigualdad entre las comunidades basándose en argumentos más propios del siglo XIX que del XXI.
Antonio Benítez Burraco es Catedrático de Lingüística General del Departamento de Lengua Española, Lingüística y Teoría de la Literatura
Facultad de Filología de la Universidad de Sevilla.
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