
Religión
El Titanic italiano que pudo frustrar la vida del Papa
Francisco desvela en su autobiografía detalles de su infancia y adolescencia

«Por eso estoy ahora aquí, no se imaginan la de veces que se lo he agradecido a la Divina Providencia». Con esta naturalidad, el Papa Francisco desvela cómo su existencia se la debe al hecho de que sus abuelos no llegaron a subirse al Princesa Mafalda, un barco conocido como el Titanic italiano, que se hundió el 25 de octubre de 1927 frente a las costas de Brasil. «Mis abuelos y su único hijo, Mario, el muchacho que iba a ser mi padre, compraron el pasaje para esa larga travesía en aquel buque que zarpó del puerto de Génova el 11 de octubre de 1927, rumbo a Buenos Aires», relata Jorge Mario Bergoglio. «No embarcaron. Por mucho que lo intentaron, no consiguieron vender a tiempo cuanto tenían. Al cabo, muy a su pesar, los Bergoglio tuvieron que devolver el pasaje y aplazar la partida para Argentina».
Con este hecho arranca «Esperanza» (Plaza & Janés), la autobiografía del Papa argentino que mañana, 14 de enero, verá la luz en Italia y que posteriormente se publicará en otros ochenta países. Escrito mano a mano con el periodista italiano Carlo Musso, el libro se detiene especialmente en episodios vinculados a su infancia y a una adolescencia cargada de algo más que anécdotas que forjaron el carácter de un Bergoglio sensible a las tragedias y misercordioso con quienes atraviesan situaciones de exclusión.
El Sucesor de Pedro desvela que un compañero de clase que cometió un asesinato se suicidó tras salir de la cárcel y que otro conocido mató a su madre. De la misma manera, cuenta que entre sus vecinas se encontraban algunas prostitutas «de lujo: raíces de Buenos Aires y las de toda Argentina», detalla Francisco. «Fijaban citas por teléfono, las recogían en coche. Las llamaban la Ciche y la Porota, y las conocían en todo el barrio». Pasado el tiempo, cuando le ordenaron obispo auxiliar de Buenos Aires, se reencontró con la Porota. Fue a buscarle para contarle que había cambiado de vida y que trabajaba cuidando ancianos. «El día del aniversario de su muerte nunca me olvido de rezar por ella», explica.
La memoria de elefante que certifican todos los que comparten conversaciones con el líder católico de 88 años se traduce en un repaso con una minuciosidad impensable a escenas de diferentes índole y espacios, como el que fue su hogar hasta que marchó al seminario jesuita: «Desde mi segundo año de vida, hasta que cumplí los veintiuno, siempre he vivido en el número 531 de la calle Membrillar. Una casa de una sola planta, con tres habitaciones: la de mis padres, la que teníamos los varones y la de mi hermana, un cuarto de baño, una cocina con comedor, un comedor más formal y una azotea». «Esa casa y esa calle han sido para mí las raíces», confiesa Bergoglio.
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