
Religión
¿Las palmas o la cruz?
Textos de oración ofrecidos por Christian Díaz Yepes, sacerdote de la archidiócesis de Madrid

Meditación para este Domingo de Ramos
Una semana decisiva comienza bajo una luz distinta. No el de los reflectores, sino el de una luz serena que, viniendo del cielo, se abre paso entre las sombras de un mundo deslumbrado por sí mismo. ¿Dónde mirar cuando el brillo aparente quiere imponerse? ¿Cómo reconocer la gloria de Dios cuando se presenta con la discreción de un pollino? El Domingo de Ramos no es un desfile, es una epifanía en clave menor, una proclamación sin fanfarrias: La luz verdadera —phōs alēthinon— ha entrado en la ciudad de los hombres, no para exhibirse, sino para redimir. Meditemos:
«Cuando se acercaban a Jerusalén, por Betfagé y Betania, junto al monte de los Olivos, Jesús mandó a dos de sus discípulos, diciéndoles: “Id a la aldea de enfrente y, en cuanto entréis, encontraréis un pollino atado, que nadie ha montado todavía. Desatadlo y traedlo. Y si alguien os pregunta por qué lo hacéis, contestadle: “El Señor lo necesita, y lo devolverá pronto”. Fueron y encontraron el pollino en la calle atado a una puerta;
y lo soltaron. Algunos de los presentes les preguntaron: “¿Qué hacéis desatando el pollino?”. Ellos les contestaron como había dicho Jesús; y se lo permitieron.
Llevaron el pollino, le echaron encima los mantos, y Jesús se montó. Muchos alfombraron el camino con sus mantos, otros con ramas cortadas en el campo. Los que iban delante y detrás, gritaban: “¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito el reino que llega, el de nuestro padre David! ¡Hosanna en las alturas!”» (Marcos 11, 1-10).
Cristo entra en Jerusalén sin aspavientos, como la clara verdad: la majestad del Mesías cabalga sobre la obediencia de un pollino prestado. Así es como Dios muestra su esplendor, sin artificio. La discreción del Rey eterno contrasta con la algarabía de un mundo acostumbrado a los fuegos de artificio. Aquí no hay ejército ni escudos ni carros. Solo la firmeza de quien es, en sí mismo, la Luz que no tiene ocaso. El esplendor de lo alto se manifiesta a ras del suelo.
No hay un gesto improvisado en esta entrada. Todo está ordenado por Jesús. La obediencia de los discípulos abre paso al cumplimiento de la profecía: “He aquí que tu rey viene a ti, humilde, montado en un asno” (Zacarías 9,9). La humildad es el ropaje de la gloria divina. Como advirtió san J. H. Newman, Dios actúa con economía de medios, pero con plenitud de eficacia. Aquí no se trata de parecer, sino de ser. Es Dios mismo que vuelve a ponerse delante de la humanidad diciendo: «Yo soy el que soy». (éxodo 3, 3).
La aclamación del pueblo repite una palabra que parece festiva, pero en su raíz es una súplica: “¡Hosanna!” —hôsha‘ na—, que significa: “¡Sálvanos, te lo rogamos!”. No están celebrando una victoria política, sino clamando por una salvación verdadera. Pero la mayoría no sabe lo que pide. Como tantas veces, el entusiasmo es fácil, pero el seguimiento cuesta. Muchos aclaman sin estar dispuestos a beber el cáliz. No se trata de juzgarlos, sino de mirarnos en ese espejo. ¿Qué significa para nosotros aclamar a Cristo? ¿Son hueras palabras o una decisión vital?
La diferencia entre la multitud del Domingo de Ramos y la del Viernes Santo no está solo en los rostros, sino en las disposiciones. Una cosa es dejarse arrastrar por la emoción de un momento, y otra muy distinta es dejarse convertir. “¡Crucifícale!”, gritarán a los pocos días en la misma ciudad. Fue la consecuencia de no haber reconocido al Rey en su verdadera gloria. Porque cuando uno ama la apariencia, acaba rechazando la verdad. Es la vieja historia del “gran inquisidor” de Dostoievski: el hombre que rechaza a Cristo porque le desarma, porque no responde al ídolo que había forjado.
El cristianismo no comenzó con una ovación, sino con una entrega. No con un espectáculo, sino con un abajamiento. Como decía Chesterton, lo que escandalizó al mundo antiguo no fue que Dios existiera, sino que pudiera morir. Y sin embargo, solo un Dios que muere por amor puede hacernos vivir. La gloria de Cristo está en su Cruz, no en en el entusiasmo fugaz de la gente. Allí —en el silencio del Gólgota— es donde se revela su realeza. El resplandor de Dios no enceguece, pero sí purifica.
El Domingo de Ramos nos pone ante la decisión: seguir al Cristo de la Cruz o al de las palmas. Solo uno es real. Lo otro es pasajero. Tolkien, con la sabiduría del mito, lo decía con su habitual lucidez: “la luz verdadera no es la que brilla más, sino la que no puede ser vencida por la oscuridad”. Esa es la luz de Cristo. No hay luz más firme que la que atraviesa la noche sin apagarse. No hay Rey más poderoso que el que entra en la ciudad sabiendo que no saldrá vivo… y aun así, entra para darse del todo.
Este Domingo de Ramos es un aviso: la Semana Santa no es una representación, sino un combate. Y no basta con asistir, hay que tomar parte en ella. ¿Queremos vivir una fe de entusiasmo o de entrega? La pregunta crucial no es si hoy gritamos “Hosanna”, sino si estamos dispuestos a perseverar el Viernes Santo.
Que esta Semana Santa nos encuentre decididos. Que no busquemos una fe de reflectores, sino una luz firme. Que no prefiramos las palmas del entusiasmo a la aspereza de la cruz. Y que, cuando llegue el día en que todo parezca perdido, recordemos que la luz verdadera ya ha entrado en la ciudad, y no saldrá de ella sin llevarnos a todos hasta el altar del cielo.
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