Tribuna

Justicia interesada

Los políticos deben ser responsables con el dinero que manejan porque es de todos, por tanto, no es correcto asistir indiferentes a este tipo de casos de corrupción y ver cómo el TC anula penas y libera a los implicados

Jesús López de Lerma Galán
Justicia interesada
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Siempre que hablamos de Justicia buscamos la definición clásica del término, acuñada por el jurista romano Ulpiano, que consiste en «la voluntad constante y perpetua de dar a cada uno su derecho». En esta línea el Tribunal Supremo (TS) marcó una doctrina que pretendía hacer justicia ante uno de los mayores escándalos de corrupción política como era el caso de los ERE de Andalucía, en el que responsables políticos, en una clara dejación de funciones, permitieron que se malversara dinero público. Estamos hablando de unas actuaciones en las que se condenó a ex altos cargos políticos de la Junta de Andalucía por el reparto, al margen de cualquier control, de 680 millones de euros entre los años 2000 y 2009.

Sin embargo, ahora, cuando la mayoría progresista domina el Tribunal Constitucional (TC), se estudian los recursos presentados por los condenados de este caso, al objeto de hacer una reinterpretación de los hechos valorados por el Supremo, modificando las condenas. Para el TC las resoluciones impugnadas son lesivas del derecho a la presunción de inocencia pues los fallos de la Audiencia de Sevilla y del TS no han argumentado suficientemente que el desvío de fondos fuera cometido por los recurrentes. Un conflicto discutible para muchos juristas que observamos, con asombro, cómo las resoluciones del TC de las últimas semanas tienen una intención subyacente de beneficiar a la clase política.

Tal y como sostenemos algunos sectores doctrinales, el TC se ha extralimitado en su función constitucional, en base a varios criterios. Primeramente, el TC tiene la función de ser el máximo intérprete de la Constitución, pero es evidente que eso no le otorga capacidad absoluta para excederse en el ejercicio de sus funciones, invadiendo las competencias que corresponden a otros órganos judiciales. Asimismo, el TC no es un tribunal de casación y no puede entrar a hacer valoraciones de las pruebas, salvo que estas sean irrazonables, arbitrarias o patentemente erróneas. Frente a todo lo dicho, hay que añadir que las últimas sentencias del TC dan una respuesta estandarizada cuando se enfrentan a la vulneración del derecho a la legalidad penal, en base al artículo 25.1 CE, sea en su proyección a las condenas por prevaricación o malversación. Una cuestión que se produce con independencia del contenido de las demandas e incluso prescindiendo de que ese derecho haya sido o no invocado por los recurrentes, efectuando una revisión de oficio de las sentencias del Supremo. Todo ello nos lleva a concluir que gran parte de los razonamientos jurídicos de las resoluciones son discutibles tanto en la forma como en el fondo y, además, son especialmente preocupantes pues muestran una inusual tolerancia con la corrupción política, algo que es inadmisible en un Estado de Derecho.

Siendo ecuánimes con el análisis de las resoluciones, parece que la principal preocupación del TC es exonerar de responsabilidad a los cargos políticos, buscando una aritmética jurídica con la que argumentar su actuación. Verdaderamente asistimos a una «Justicia interesada» que obedece a los cánones que marcan las motivaciones políticas, desvirtuando en gran medida el papel institucional que tiene que desempeñar este órgano. El TC se arroga un papel preponderante para revisar la interpretación que ha hecho el Supremo de los delitos de prevaricación y malversación. En un claro ejercicio de control absoluto, el TC muestra un menoscabo hacia el trabajo del TS corrigiéndole sin ningún pudor, creando un cierto desconcierto en algunos sectores jurídicos. De hecho, hace algunas semanas borraba parcialmente las condenas por prevaricación de algunos recurrentes, y ahora anula la malversación, ante un nuevo escándalo de proporciones nunca vistas, que puede suponer el desprestigio de la propia institución.

No debe olvidarse que, en el caso de los ERE, se repartieron arbitrariamente subvenciones sociolaborales, en un acto de prevaricación que es contrario a la legalidad, tal y como se reconoció jurídicamente. Las recientes actuaciones del TC para analizar nuevamente estas cuestiones, revisar las pruebas y determinar que no son suficientes para deducir las condenas, es una cuestión compleja y polémica. Detrás de todo ello, lo que subyace es una clara incursión del TC en el ámbito de interpretación de la legalidad penal, que es una tarea jurídica reservada al Supremo. La doctrina plasmada en las sentencias del Constitucional produce el resultado de exonerar de responsabilidad a los miembros del Gobierno de la Junta de Andalucía en todo lo concerniente a la elaboración, aprobación y ejecución de los presupuestos. El fallo los declara irresponsables y extiende sobre ellos un privilegio de inviolabilidad e inmunidad. Además, deja al margen de todo control aquello que tenga que ver con la actividad presupuestaria desde la fase inicial de la elaboración de los presupuestos hasta la ejecución, sentando un precedente alarmante para los futuros casos de corrupción.

Lo peor de todo es que este tipo de actuaciones genera una desconfianza en la sociedad que ve cómo la Justicia se aplica de una manera al ciudadano y de otra a los políticos, convertidos en beneficiarios de prebendas jurídicas. Podremos disfrazarlo como queramos, ser más o menos técnicos en nuestras argumentaciones, pero esa es la realidad que subyace y piensa gran parte del conglomerado social. Los políticos deben ser responsables con el dinero que manejan porque es de todos, por tanto, no es correcto asistir indiferentes a este tipo de casos de corrupción y ver cómo el TC anula penas y libera a los implicados. Entrar en esta dinámica es un camino peligroso cuyas consecuencias no son nada positivas, principalmente porque se desprotege la indemnidad del patrimonio público y se quiebra la confianza de la sociedad en el manejo honesto de los fondos públicos por parte de los funcionarios y altos cargos políticos. Para todos los que creemos en la Justicia, en el Estado de Derecho y en los valores democráticos, es una situación preocupante que nos debe hacer reflexionar sobre si seguimos en la senda constitucional o estamos quebrando las bases de nuestro sistema jurídico por intereses políticos.

Jesús López de Lerma Galánes Profesor Titular de Derecho Constitucional URJC.