El ambigú
Insoportable frescura
En una democracia, el respeto a las reglas del juego es la clave de bóveda sobre la que se asienta
El Tribunal Constitucional está siendo protagonista en las crónicas políticas como consecuencia de sus resoluciones en relación con el caso denominado «EREs de Andalucía». No voy a entrar a valorar las sentencias del Tribunal ni los votos particulares, que son sumamente esclarecedores; la imagen y el respeto al TC como institución están muy por encima de sus diferentes composiciones y de sus coyunturales mayorías. Es, ha sido y será un órgano constitucional crucial en nuestra democracia. Por ello, no voy a valorar su solución jurídica sobre el efecto justificador en actos ilícitos que sean trasladados a una ley, ni que en algunos de los pasajes de las resoluciones se valoren pruebas, por ejemplo, la pericial de un interventor, como si de un simple tribunal de apelación se tratara, para entender vulnerado el derecho a la presunción de inocencia. Sí me gustaría hacer algunas consideraciones en relación con ciertas lecturas que se están haciendo, de tal suerte que surgen interpretaciones que no solo entienden las resoluciones en el estricto sentido de sus fallos, sino como un aval a la actuación de todos los implicados, tal cual supusiera que poco menos hay que pedirles perdón por lo que dicen ha sido una actuación irregular de la justicia, eso que ahora con un lenguaje tan ignorante como simplón se llama lawfare.
Hay un hilo conductor en todas las resoluciones: el Tribunal no extiende la imprevisibilidad y la contrariedad al derecho a la legalidad penal a las modificaciones presupuestarias llevadas a cabo en los años 2000 y 2001, dado que se adoptaron con infracción de la normativa presupuestaria entonces vigente; esto es, fueron actos delictivos. Se consideran contrarias al derecho a la legalidad penal las condenas de algunos por haber participado en la aprobación de las modificaciones presupuestarias realizadas en el ejercicio 2002 y siguientes, al amparo del nuevo sistema de presupuestación aprobado por el Parlamento de Andalucía a través de la ley de presupuestos; esto es, el traslado a la ley convierte en justo y lícito lo que antes era ilícito, así como toda la labor prelegislativa. Esto, siendo discutible, debemos aceptarlo porque así lo ha decidido quién podía decidirlo; en una democracia, el respeto a las reglas del juego es la clave de bóveda sobre la que se asienta todo el sistema. Conviene decir la verdad y no manipular los efectos de las resoluciones, que en la mayoría de los casos ordenan que se dicte una nueva sentencia limitándose a los hechos acontecidos en 2000 y 2001, los cuales se siguen entendiendo ilícitos. Resultan increíbles ciertas manifestaciones públicas que tratan de desviar la culpa hacia el sistema, mostrando una actitud desafiante que exige que se reconozcan las supuestas injusticias cometidas.
La historia está llena de delincuentes que, en lugar de pedir perdón por sus actos, buscan ser reconocidos como víctimas de una injusticia. Para actuar como Sócrates, hay que ser como Sócrates: él defendió vehementemente su derecho a la libertad de pensamiento y expresión, y en lugar de tratar de evitar la condena, utilizó su juicio como una plataforma para criticar las injusticias del sistema judicial ateniense y para subrayar su compromiso con la verdad y la justicia. Su defensa y sus enseñanzas han dejado un legado duradero, siendo venerado por su valentía en defender sus creencias y por su contribución al pensamiento crítico y filosófico. En este caso, estamos muy lejos de esta loable actitud. Ahora bien, esto abre la posibilidad de debatir la posible responsabilidad del legislador, pero hay que reconocer que la inmunidad parlamentaria, la separación de poderes y la necesidad de pruebas contundentes impiden determinar responsabilidades penales dentro del ámbito legislativo, sería peor el remedio que la enfermedad.
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