Tribuna

Enemigos de lo público

Desde el Ministerio que rige la función pública se ha optado por el realismo; sí me quedo con que, en cambio, desde el de Sanidad, y no sin complacencia, se veía esta crisis como ideal para enterrar unas mutualidades contrarias a sus prejuicios ideológicos.

Salvo que haya algo que se me escape, parece que la crisis de MUFACE se arregla y que su millón y medio de funcionarios podrán seguir optando entre la asistencia sanitaria a través del Sistema Nacional de Salud o acudiendo a las aseguradoras concertadas. Desconozco qué razón, cierta, hizo que durante unos meses estuviesen en la cuerda floja y que los de la Administración de Justicia más los militares –MUGEJU e ISFAS– pusiesen sus barbas a remojar; pero no solo ellos: compartían equilibrio e incertidumbre con la mismísima sanidad pública que se veía abocada a rescatar a unos dos millones de náufragos del hundimiento de las tres mutualidades.

No sé qué pasó, pero intuyo que desde el Ministerio que rige la función pública se ha optado por el realismo; sí me quedo con que, en cambio, desde el de Sanidad, y no sin complacencia, se veía esta crisis como ideal para enterrar unas mutualidades contrarias a sus prejuicios ideológicos. Es lo que pasa cuando se encomienda nada menos que la sanidad a los comunistas: como manda su ideología, la prioridad será imponerla aunque lleve al desastre. Es Lenin en estado puro, ese que decía ante la hambruna soviética que el hambre cumple un fin progresista.

Recuerdo que cuando la crisis económica se tomó conciencia de cómo se había despilfarrado eso que suele llamarse «dinero público». Escandalizó «descubrirlo» cuando se cerraban quirófanos, se recortaban sueldos y pensiones, crecía el paro o la gente perdía sus casas. En tiempos de bonanza la conciencia anda dormida, atontada; con la penuria se cayó en la cuenta de los miles de millones gastados en aeropuertos inútiles, ejércitos de asesores, empleados públicos superfluos, embajaditas o televisiones autonómicas o en ese sindiós que es el mundo de las subvenciones.

Aquello debería haber servido para reflexionar sobre qué Estado podemos mantener, qué es indispensable para que sea «del bienestar» y qué es superfluo, verdadero enemigo de ese Estado del bienestar. Pero soy realista porque esa reflexión jamás la harán quienes anhelan un Estado apabullante, esos que idolatran lo público y cuya idolatría los lleva a ser los mayores enemigos de lo público, del Estado necesario; ellos, no los pérfidos y desalmados liberales. Son ellos los que lo llevan a la ruina, hacen inviables servicios públicos esenciales o que lo público sea sinónimo de mala calidad.

Entre esos enemigos de lo público hay políticos torrenteros, que pillan el «dinero público» para financiar sus vicios, aunque alguna ministra inane les dio cobertura, como aquella que sostenía que «nosotros administramos dinero público, y el dinero público no es de nadie». Pedirles que lean los evangelios o el Código Civil quizás sea demasiado. De hacerlo captarían que en la parábola de los talentos, versión actual, peor que no produzca renta el talento ajeno recibido, peor aún que esconderlo es quedárselo; y si leen el Código Civil captarían que el político está sujeto a un mandato para la buena administración de un dinero ajeno, que sí tiene dueño, muchos: es de todos, no de nadie.

He hablado de MUFACE y de lo encantados que parecían estar en el Ministerio de Sanidad ante su cierre, aunque la sanidad pública colapsase, pero hay más ejemplos de qué pasa cuando hunden ese Estado o lo hacen desaparecer. Ahí está la reacción desokupa frente al fenómeno okupa, un fenómeno alimentado también desde prejuicios ideológicos que llevan al ciudadano a tomarse la justicia por su mano porque ese Estado no está ni se le espera.

Es la paradoja del pensamiento socializante: idolatra lo público aunque lo hunda o lo haga mediocre y recela de lo que le da prestigio. Donde hay excelencia ellos ven élites burocráticas o profesionales a las que anular colando paniaguados y, llevados de sus prejuicios, conciben lo público como instrumento del que apropiarse, que les dé influencia y poder. Otra cosa son ellos: para sí quieren los beneficios y la calidad de lo privado como ese relevante ministro que hemos sabido hace poco lleva a sus hijos a un colegio privado que pocos pueden pagar. ¿Contradictorio?, todo lo contrario, coherencia: pretextando igualdad para el común, para la masa, quieren para ella lo mediocre y para ellos lo que les garantice su estatus de élite gobernante.

Lejos parecen quedar esos días en los que lo público era referente de excelencia: hospitales en los que trabajan los mejores profesionales aun en medio de la masificación; universidades públicas centenarias con cátedras de referencia, institutos de renombre o un funcionariado de prestigio en el ámbito de la docencia, del Derecho, de las profesiones técnicas o de la milicia, Cuerpos no pocas veces laminados por razones ideológicas. En no pocos casos, semillero de los mejores profesionales que el Estado formó y no retiene gracias a los fans de lo público, todo para mayor beneficio de su denostado sector privado.

José Luis Requero es magistrado del Tribunal Supremo