Tribuna

Así comenzó la Segunda Guerra Mundial

En su visita al campo de exterminio de Auschwitz el 28 de mayo de 2006, Benedicto XVI se declaró «hijo del pueblo sobre el cual un grupo de criminales alcanzó el poder mediante promesas mentirosas». La mentira también serviría a los nazis –hace ahora 85 años– para arrasar Europa empezando por Polonia

Comenzó con una mentira.

La mañana del 1 de septiembre de 1939 Adolf Hitler (1889-1945) pronunció en el Reichstag un discurso en el que denunciaba «las atrocidades polacas» contra los alemanes. No era la primera vez que acusaba a su vecino de acciones hostiles contra Alemania. En realidad, la opresión de la minoría alemana en Polonia venía siendo un tema recurrente en los últimos meses. Sin embargo, esta vez era diferente. Según las noticias que circulaban, la noche del 31 de agosto saboteadores polacos habían incendiado la estación de radio de Gleiwitz, en la Alta Silesia, que era entonces territorio alemán y hoy lo es polaco. Había muerto un asaltante, cuya identificación pretendía probar la participación polaca en el atentado. La noticia corrió por el Reich como la pólvora. Hitler se había declarado a sí mismo «el primer soldado de Alemania».

Desde 1933, el periodismo independiente era una especie en extinción en Alemania. A la altura de 1939, había desaparecido casi por completo. Apenas quedaba algún escritor, a quien se había sumido en el silencio. Thomas Mann (1875-1955) llevaba exiliado en los Estados Unidos desde 1938. Stefan Zweig (1881-1942) había partido a Londres desde Austria en 1934, después de la Anexión. Joseph Roth (1894-1939) se había marchado incluso antes. Karl Kraus (1874-1936) había muerto algunos años antes en Viena. La Alemania de Hitler detestaba la inteligencia, pero sobre todo odiaba la independencia.

En honor a la verdad, el control del Estado sobre los medios de comunicación era total. Desde el turismo hasta el deporte, toda actividad que tuviese cierta dimensión de comunicación pública dependía de las autoridades. La prensa y la radio estaban sometidas a censura previa. Las consignas propagandísticas eran constantes y obligatorias. El Ministerio de Propaganda y Cultura Popular, a cuyo frente estaba el Dr. Joseph Goebbels (1897-1945), construía el relato de la actualidad. Ese 1 de septiembre la historia era que Polonia había atacado a Alemania.

Así, no hubo periodistas que pudieran investigar la verdad. No hubo periódicos ni radios que contasen a los ciudadanos qué había pasado en realidad. Nadie dijo, pues, que lo que Hitler contaba era mentira. No había «atrocidades polacas». Hubo que esperar a 1945 para que, durante los Juicios de Núremberg, se revelase qué había ocurrido.

Lo contó en su interrogatorio el comandante de las SS Alfred Naujocks (1911-1966), que declaró como testigo, y lo corroboran otras fuentes. El «incidente de Gleiwitz» había sido una operación orquestada por los servicios secretos alemanes para construir un «casus belli» contra Polonia. Hoy lo llamaríamos una operación de bandera falsa. Se había organizado desde el palacio Slawentzitz, en la Alta Silesia, entonces territorio alemán. Formaba parte de un plan mayor: la Operación Himmler, el conjunto de acciones tendentes a preparar la agresión contra Polonia. Fueron más de una decena de atentados, sabotajes y provocaciones que culminaron en el falso asalto a la estación de radio de Gleiwitz. El presunto provocador era, en realidad, un campesino polaco de Silesia llamado Franciszek Honiok (18996-1939), al que la Gestapo había detenido dos días antes. Lo mataron la víspera con una inyección letal. Luego lo disfrazaron de modo que pareciese un saboteador y llevaron el cuerpo a la estación. Se dice que fue la primera víctima de la guerra.

Así, quienes habían incendiado la estación de radio aquel 31 de agosto, en torno a las 20:00, eran miembros de las SS vestidos de civil. La contraseña que puso en marcha el operativo fue «abuela muerta» y se la transmitió a Naujocks el mismo Reinhard Heydrich (1904-1942), jefe de la Oficina de Seguridad del Reich. Nada de lo ocurrido aquella noche había sido como lo contaron.

La combinación de censura, propaganda y violencia característica del III Reich hizo el resto. Nadie podía investigar. Nadie podía preguntar. Nadie podía hablar. Los regímenes totalitarios son incompatibles con el periodismo y la Alemania nazi brinda un terrible ejemplo. Intoxicada por la desinformación, movilizada por la propaganda y limitada por la censura, la opinión pública había perdido los debates plurales y libres de la Alemania de Weimar. La violencia y el miedo hicieron el resto. A los ciudadanos se les había hurtado la libertad. Ahora se los conduciría a la guerra.

Hoy el palacio Slawentzwitz está en ruinas. Sólo se conserva un pórtico. El lugar de la estación de radio de Gleiwitz (en polaco, Gliwice) acoge un museo. También hay un museo en la sede de los juicios de Núremberg, donde se conoció la verdad. A Heydrich lo mató la resistencia checoslovaca en Praga. A Naujocks lo condenó la justicia danesa a cuatro años de prisión por sus acciones contra la resistencia en Dinamarca. Murió en libertad después de haberse dedicado a los negocios en Hamburgo.

En su visita al campo de exterminio de Auschwitz el 28 de mayo de 2006, Benedicto XVI se declaró «hijo del pueblo sobre el cual un grupo de criminales alcanzó el poder mediante promesas mentirosas». La mentira también serviría a los nazis –hace ahora 85 años– para arrasar Europa empezando por Polonia.