Recaída
Los últimos días de Mayra Gómez Kemp: una muerte inesperada
Le costaba aceptar su inmensa soledad, pero no tiraba la toalla y se esforzaba en salir adelante
El fallecimiento de Mayra Gómez Kemp nos ha dejado abatidos a quienes mejor la conocíamos. El miércoles recibió la llamada de su amiga Fedra Lorente y le confesó que no se encontraba bien, pero no le dio más explicaciones. Y, al igual que me pidió a mí, le dijo a Fedra que no quería visitas, que prefería pasar los dolores sola. No le gustaba recibir a nadie y tampoco solía aceptar la si citaciones para ir a casa de sus amistades o a actos sociales.
Si tuviera que definirla, lo haría como una mujer sensible, cariñosa, muy trabajadora, muy amiga de sus amigos y alegre. Tenía setenta y seis años y muchas ganas de vivir. Le costaba aceptar su inmensa soledad, pero no tiraba la toalla y se esforzaba en salir adelante.
La última vez que me encontré con ella, hace ya cinco años, estuvimos paseando por un parque cercano a su casa, donde se encuentra el templo de Debod. Tomamos unos cafés en un bar de enfrente, curiosamente situado debajo de la casa en la que vivió sus últimos años de vida Carmen Sevilla, en el Paseo de Rosales. Me hablaba de Alberto con palabras cargadas de amor, casi emocionada y deseosa de volver a casa porque le había dejado solo. No quería separarse de él mucho tiempo. Eran dos personas fundidas en una.
Solamente la vi enfadada en una ocasión. Cuando la llamaron para intervenir en ese amago del nuevo "Un, dos, tres…", no hace mucho, y la dejaron "olvidada", según me confesó, en un rincón. Se levantó y se fue del plato. Ella no se merecía ese trato. Un icono de la televisión, una figura recordada y querida por todo el mundo… La paraban por la calle para demostrarle un cariño sobradamente merecido. Pero, repito, tras la muerte de Alberto, todos sus pensamientos se centraban en la ausencia del hombre que la hizo inmensamente feliz.
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