Opinión
Fin a la dispersión de ETA: Los últimos
Ya están aquí. Unos pocos homenajes más y a arrancar la página. Hay paz y punto.
En tiempos en los que el presidente Zapatero no se cansaba de decir que ya no había muertos por ETA y que debido a ello el “escenario” cambiaba radicalmente y en política cabía todo y bla, bla, bla, Rosa Díez publicó: “¿qué no hay muertos? No es verdad que ya no haya muertos por ETA, todos ellos están con nosotros cada día y para siempre”.
Entonces fue cuando los muertos dejaron de importar. ETA ya no mataba, luego importaban otras cuestiones. Por ejemplo, pagar el precio por esa paz pactada y diseñada entre el partido socialista y el nacionalista, al gusto, naturalmente, de ETA. Se cumplió así uno de los sueños del mundo nacionalista: que la violencia no terminase con una victoria policial.
Pero nada de paz por presos, a quién se le ocurre, no ha habido ninguna contrapartida a cambio del cese de la violencia, vamos hombre. “Necesitamos paz”, fue el slogan nacionalista que se leía sobre una tela blanca colgada en los bacones de ayuntamientos y edificios oficiales vascos a mediados de los 90. “Necesitamos paz”, eslogan del tipo “necesitamos que llueva”. Flojo, blando, fofo, como era la oposición nacionalista al terrorismo.
Y por fin llegó la paz, esa “cosa” que empezó a resultar extraña para terminar convirtiéndose en un estado ideal en el que a uno no le matan por la calle y los hasta entonces asesinos dan discursos públicos sobre derechos sociales y ecosostenibilidad. “La guerra no me gusta, pero lo que más me indigna de ella es la actitud de los que se cruzan de brazos”, dijo la activista política Simone Well. Los brazos cruzados ante la sangre tornaron en brazos remangados para sacar a los “presos políticos vascos” de las cárceles. Y mientras unos, los nacionalistas, se hacían con las llaves de las cárceles y las adecentaban para ingresar a los etarras dispersos para poco a poco ir dejándoles salir, otros, los socialistas, no solo parecían sufrir el síndrome de Estocolmo sino que les estaban esperando para facilitarles rápidamente la entrada en la política y poder formar juntos, por fin, gobiernos de progreso. Ese debía ser el plan.
Todo ha ido sobre ruedas. ¿Alguien se podría esperar los comportamientos que se han tenido con el mundo terrorista en sus últimos años? Los hay que escriben guiones y los clavan en la realidad hasta en la última coma. Ya en el año 1993 Arzalluz insistía en la reinserción de presos con delitos de sangre, pues «eso es lo que dice el Pacto de Ajuria Enea». Treinta años después ya están todos por esta tierra española del norte a la que se le supone en calma. La calma silenciosa y estupefaciente que dejó el impacto del miedo. Una calma obligada del que sabe que ha perdido y tiene que disimularlo, no le vayan a confundir con un no nacionalista.
Los muertos dejaron de importar salvo a sus familiares, a esas viudas, ejemplo de mujeres auténticamente empoderadas luchando por sus familias y aún hoy por la justicia, a esos hijos enfrentados al trauma de la ausencia, a esos hermanos, hermanas y padres que, confundidos entre la multitud, arrastran penosamente una tragedia que ya olvida su propio país, una gran tragedia que se disuelve en aparentes gestos solidarios diseñados por nuestros gobernantes para equilibrar su colegueo con los representantes del asesinato organizado.
Ya están aquí. Unos pocos homenajes más y a arrancar la página. Hay paz y punto. Puede que esté dicho todo. Y además puede que todo lo dicho no sirva para nada. Lo que es seguro es que quedan las conciencias, hasta el último día, cada uno con la suya, sobrevolando, en viaje de ida y vuelta, desde cada rincón del pasado hasta el presente por el paisaje de nuestras miserias, de la ignonimia, de la culpa.
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