Análisis
A la espera del Constitucional
La decisión sobre el estado de alarma nos recuerda los recursos que siguen en un limbo jurídico, como la prisión permanente revisable o el aborto
Sin llegar a la asfixiante angustia de Josef K. en El proceso, a veces los tiempos de las administraciones están más cerca de la eternidad que de los ritmos que exige la realidad. Y, en ocasiones, esa demora en las resoluciones o esos largos caminos kafkianos para adoptar determinadas decisiones pueden acabar siendo injustos por extemporáneos. En España es casi una tradición unir la palabra lentitud a la de la Justicia: un mal endémico que recuerda que «una Justicia lenta no lo es». Cada una de las instancias (juzgados, tribunales superiores, Audiencia Nacional o Tribunal Supremo) lleva su propio nivel de colapso, aunque la media nos sitúa en uno de los puestos de cola de toda Europa: los litigios se resuelven en un promedio de 238 días frente a, por ejemplo, los 17 de Dinamarca. Esto genera una falta de agilidad y eficacia en los procedimientos a la que hay que añadir el riesgo de que los ciudadanos marquen cada vez más distancias con unas instituciones que perciben desconectadas de su vida. Pese a que una encuesta del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) del mes de mayo asegura que la Justicia es el poder mejor valorado de los tres que forman el Estado, los ciudadanos sí reconocen ese lastre de los retrasos: tres de cada cuatro concluyen, según el mismo sondeo, que los jueces son competentes y están bien preparados para el ejercicio de sus funciones, pero el 72 por ciento afirma que el sistema es lento y el 79 que no cuenta con los recursos necesarios para actuar con las suficientes diligencia y rapidez.
Riesgo de inseguridad jurídica
Y aunque el Tribunal Constitucional (TC) no forma parte en sentido estricto del Poder Judicial (es independiente y solo está sometido a la propia Constitución y a su Ley Orgánica), los tiempos invertidos en la toma de sus decisiones se suman a este halo de lentitud que rodea al resto de sus compañeros togados. Esta misma semana se han producido dos circunstancias que han venido a recordarnos los ritmos (pausados) de los doce magistrados del TC respecto a algunas de las cuestiones que se les han planteado y sobre las que tienen que pronunciarse: la primera sobre el estado de alarma decretado al inicio de la pandemia, en marzo de 2020, y la segunda, en relación a la prisión permanente revisable (por no referirnos al recurso a la Ley del aborto que lleva una década a la espera de saber si es compatible o no con la Carta Magna).
Respecto a la constitucionalidad del primer estado de alarma resulta llamativo que esté prevista la toma de decisión para el pleno del 22 de junio, coincidiendo con el primer aniversario de su finalización. En este caso, además del retraso para resolver (y ahora que parece que se acerca la recta final de la pandemia), se añade el hecho de que los magistrados valoren declarar inconstitucional el decreto del Gobierno: quedarían en el aire las multas que a lo largo de los cuatro meses de vigencia del estado de alarma se impusieron por incumplirlo, generando una evidente inseguridad jurídica. La misma que existe aún respecto a otra de las cuestiones que siguen esperando respuesta: la prisión permanente revisable. La Ley Orgánica 1/2015, de 30 de marzo de 2015, que regula la pena más alta que se puede fijar en nuestra democracia, llegó después de intensas discusiones parlamentarias (que se extendieron a lo largo de dos años), de la incorporación de 400 enmiendas y de un intenso debate social. Las tesis de quienes consideraban inhumana una pérdida de libertad prolongada en el tiempo, frente a los que veían una medida perfectamente legal en sistemas jurídicos de nuestro entorno y ajustada a derecho por cuanto es revisable (y, por tanto, no asimilable a una cadena perpetua) polarizaron la sociedad durante meses. Detractores y defensores de la medida mantenían un fuerte pulso por saber si era compatible con la finalidad de reinserción de nuestro derecho penal (el gran debate desde Cesare Beccaria). Finalmente, la ley fue aprobada en el Congreso con 181 votos a favor, 138 en contra y dos abstenciones y fue recurrida por el PSOE.
¿Estrategia deliberada?
Pero más de cinco años después de su entrada en vigor y con casi una veintena de condenados (el último esta misma semana), la decisión final del Constitucional, como árbitro máximo de la Carta Magna, sobre si la prisión permanente revisable es compatible o no con nuestro ordenamiento jurídico sigue sin producirse. Aunque algunos juristas justifican la razón de esta demora en la estrategia (deliberada) de los magistrados de evitar posicionarse en cuestiones excesivamente polémicas sobre las que ya ha decidido la soberanía popular (a través del Parlamento), otros consideran que el retraso se debe a la imposibilidad de alcanzar la unanimidad en temas tan sensibles y de tanta repercusión.
En cualquier caso, lo cierto es que lograr consensos en asuntos delicados y de relevancia es precisamente su función. Aunque se trate de resoluciones complejas, con matices y sujetas a la interpretación, la necesidad de seguridad jurídica y de un escenario claro para el ciudadano debe primar sobre cualquier otra consideración. Ante las dudas sobre la constitucionalidad o no de una determinada norma, no parece la mejor solución dejarla en un limbo jurídico. En pocos días se resolverá el recurso sobre el primer estado de alarma y entonces quedarán como leyes con más tiempo de espera la del aborto y la prisión permanente revisable. Y también, como asunto pendiente, está la renovación del propio Tribunal Constitucional. Pero esa es otra cuestión.
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