Sobre «Tiempo de silencio»
El gran escritor barcelonés escribe sobre la novela de Martín-Santos
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Novela literalmente extraordinaria. Se publicó en 1961 en Seix Barral en Barcelona y en ella Luis Martín-Santos retrató con un altísimo talento la miseria moral de la postguerra. Hay un antes y un después en la narrativa española del siglo pasado. Novela de ruptura. Se percibe en la construcción salvaje de la historia en fragmentos que irrumpen con la libertad extraordinaria que Martín-Santos supo tomarse, sin pedirle permiso a la «Organización», al sistema literario español que en parte sigue existiendo hoy. El tema: la frustrante lucha de tantos por preservar su libertad individual frente a la «Organización». Martín-Santos va al núcleo del problema que los jóvenes de espíritu enseguida reconocerán: la situación de absoluta imposibilidad del individuo frente a la máquina devastadora del poder, de la burocracia, del sistema político, de ese ya «sin salida», que decía Kafka, que fue el primero en hablar de la «Organización».
A Pedro, personaje central de «Tiempo de silencio», todavía le veo andando por el Madrid de 1949 y pensando en Cervantes, que pateará esas mismas calles en otros días, nada felices tampoco. Cervantes, Cervantes. Un alma libre, una inteligencia alta en medio de un sinfín de tarugos, una personalidad de proyección universal a la que obligaron a arrodillarse, cobrar impuestos, matar turcos, perder manos, solicitar favores, poblar cárceles.
Novelar es aventurarse. La novela contemporánea, apuntalada en la relatividad y ambigüedad de las cosas humanas, es incompatible con el universo totalitario. Y de eso también habla «Tiempo de silencio». De los impedimentos múltiples y los obstáculos invencibles que le impiden a una persona llegar a ser. Si me hubieran obligado a elegir un fragmento de la novela de Martín-Santos, me habría quedado con el momento en el que Pedro va andando por Madrid y, tras descartar la idea de subir por la empinada cuesta de Atocha, se adentra por las callejas más retorcidas y resguardadas que están a la izquierda de la cuesta, dónde pronto cae en la cuenta de que por callejas parecidas de Madrid anduvo Cervantes, con su mente tan extraordinariamente abierta y con aquella visión de lo humano que tanto contrastaba con la de sus oprimidos y opresores paisanos. Qué hacía por allí –nos preguntamos con Pedro– un hombre como Cervantes, un hombre que profesaba esa creencia en la libertad, esa melancolía desengañada, tan lejana de todo heroísmo como de toda exageración, de todo fanatismo como de toda certeza.