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Scorsese, cine contra el dolor

El norteamericano recibe el premio Carrose d'Or de la Quincena de Realizadores de Cannes, donde presentó hace 44 años «Malas calles», el filme fundacional de una carrera en la que, confiesa, «he querido compartir con la gente el lado oscuro del mundo».
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El norteamericano recibe el premio Carrose d'Or de la Quincena de Realizadores de Cannes, donde presentó hace 44 años «Malas calles», el filme fundacional de una carrera en la que, confiesa, «he querido compartir con la gente el lado oscuro del mundo».
Hace 44 años, «Malas calles», el tercer largometraje de un joven realizador norteamericano, Martin Scorsese, formaba parte de la selección de la Quincena de Realizadores de Cannes, junto a títulos de cineastas tan reputados como Jacques Rivette o Alexander Kluge, y otros que despuntaban con lisérgicos experimentos, como Dusan Makavejev y Raúl Ruiz. «Era mi primera vez en el festival», contó ayer ante una audiencia entregada. «Yo diría que fue casi la mejor. La ingenuidad de las primeras veces es maravillosa. Tardas mucho en perderla. Yo he intentado conservarla siempre. Y la libertad, cómo la disfruté: nadie me conocía y fue una auténtica fiesta». Dos años después, ese chico bajito y enclenque, de salud frágil y gesto eléctrico, con barba cerrada y labia suelta y veloz, ganaba la Palma de Oro en Cannes con «Taxi Driver». Ahora Scorsese es un sabio venerable, tiene lista «The Irishman» con Netflix y viajará a España en otoño para recoger su premio Princesa de Asturias. Ayer, la Quincena, en su cincuenta aniversario, quiso recompensar su valiosa contribución a la historia del cine con el premio Carrose d’Or a toda una carrera, recordando que fueron ellos quienes le descubrieron con «Malas calles». La proyectaron en loor de multitudes, y Scorsese habló con la flor y nata del cine francés, los directores Jacques Audiard, Bertrand Bonello, Cédric Klapisch y Rebecca Zlotowski.
«Los pecados no se redimen en la Iglesia. Se redimen en las calles, se redimen en casa. Lo demás son chorradas, y tú lo sabes». Así se define el personaje de Charlie (Harvey Keitel) en voz en off del propio Scorsese, como certificando que sí, que aquella película gamberra, de una vitalidad cannábica, tenía mucho de autobiográfico, contaba la vida en el barrio de Little Italy en el que Martin había crecido, con sus trapicheos en bares con mesas de billar y luces ensangrentadas, y con la culpa católica colgando como un crucifijo sobre la amistad de esos «ragazzi di vita» que habían encontrado un Pasolini neoyorquino para retratar su vía crucis. «Mi juventud está muy cerca de ''Los olvidados'', de Buñuel», contó Scorsese. «Vivía en un lugar peligroso, muy duro. Si tus raíces están asentadas en un lugar inmoral, el mal resulta algo intrínseco a tu naturaleza, lo respiras todos los días, y eso, es inevitable, te impulsa a buscar una salvación». No es extraño, pues, que el cine de Scorsese oscile entre una representación de la violencia que a menudo desborda lo real y la necesidad de una redención que tarda en llegar, y que pocas veces tiene la forma de lo religioso. En definitiva, un clásico: la batalla entre lo divino y lo humano, entre el Bien y el Mal. Tal vez por eso es de los pocos cineastas que defienden «mother!», de Darren Aronofsky: en su desmesurada energía ve a un alma gemela tan torturada como la suya.
El rey del New Hollywood
«Malas calles» sigue siendo una película crucial para entender el cine norteamericano de los setenta. En ella colaboraron algunos de los nombres que convirtieron el New Hollywood en una escuela de genios que se ayudaban mutuamente: Coppola aportó capital a la producción del filme y Brian de Palma ayudó a editar algunas secuencias. Por otro lado, la película representaba la feroz cinefilia de esa generación de cineastas, los primeros estadouniddenses en regurgitar, bajo una voz íntima y personal, las influencias del cine moderno cocido en Europa. Scorsese había dejado el seminario para dedicarse en cuerpo y alma a otra religión, la del celuloide consumido en la oscuridad de las salas. Y ahí, en «Malas calles», estaba la herencia del «Ladrón de bicicletas» de Vittorio de Sica, de «Los inútiles», de Fellini, y del «Accatone» pasoliniano, atravesada por su amor al cine de gangsters de serie B. «A los diecinueve años conocí a un trabajador social que fue mi mentor, el que me apartó de la vida criminal», explicó. «Y luego estaba el cine. Nunca los libros, siempre el cine, que modeló mi educación sentimental, mi manera de ver las cosas. Mis películas están hechas de cine ajeno y de lo que veo en la calle. Tengo dos libretas en las que dibujo el filme dos semanas antes del rodaje. Lo hago desde mis primeros cortos».
Y prosigue, torrencial: «El cine sirve para compartir el dolor. Cuando murieron mis padres hace treinta años, me di cuenta de que hago cine para compartir con la gente el lado oscuro del mundo». Y especialmente el de la familia: «Es algo que me ha costado años entender, pero, en cierto modo, en ''Malas calles'' cuento la historia de mi padre y su hermano. Murieron uno muy cerca del otro. Se trataba de una relación de deber y responsabilidad mutua que marcó a toda mi familia». Huelga decir por qué «Malas calles» resulta fundacional en la obra de Scorsese, en ella se citan todas las obsesiones que luego cristalizarán en «Toro salvaje», «Uno de los nuestros» y «Casino». «Los personajes de la película configuran el material humano con el que he trabajado siempre. Reflexionar sobre la moralidad y la maldad, sobre el crimen y la violencia frente a la posibilidad de encontrar el camino correcto».
Cuando Scorsese presentó «Malas calles» en la Quincena, Terry Gilliam ni siquiera había dirigido su ópera prima. Era el loco americano de los muy británicos Monty Python, el que hacía animaciones recortables para los sketches que revolucionaron la comedia televisiva. Ya soñaba con su «Don Quijote», cuyo legado se nota en la imaginería de «Los caballeros de la mesa cuadrada y sus locos seguidores» y «La bestia del reino». Ayer, Gilliam recibió, por fin, una buena noticia: el dictamen de la justicia francesa sobre la demanda interpuesta por Paulo Branco para bloquear los derechos de «El hombre que mató a Don Quijote» le ha sido favorable. Por mucho que el productor portugués organice ruedas de prensa improvisadas en Cannes para insistir en que tiene razón, nadie le hará caso. Demanda archivada. Finalmente, la película podrá clausurar el Festival de Cannes el próximo 19 de mayo. Gilliam, que sufrió un pequeño infarto el pasado fin de semana, reposa en su casa preparándose para viajar hasta la Croisette. Habría que remontarse a las decenas de proyectos inacabados de Orson Welles para dar con una película tan enferma de malditismo, tan accidentada en su ejecución. Gilliam ha vencido a los mismísimos molinos de viento, demostrando algo que Scorsese podría corroborar: el cine es el triunfo de la voluntad.

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