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Roald Dahl: Retocar la literatura para enmendar la realidad

El escritor ha sido la última víctima del puritanismo mojigato, donde "gordo" suena tan fuerte y ofensivo como para reescribir la obra de los más grandes
La revisión de la obra de Dahl cambia a Augustus Gloop, que deja de ser "gordo" para convertirse en un niño "enorme"La Razón

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Podría parecer una de las historias del propio Roald Dahl a poco que unos fueran feos y gordos, los que cercenan, y, los otros, los que resisten, niños brillantes e ingeniosos. Pero no. Es lo que ha ocurrido esta semana: los albaceas y editores del escritor decidían someter sus libros a una revisión moralista para eliminar el contenido potencialmente ofensivo de sus obras. Porque las novelas, dicen, han de adaptarse a un público moderno. El mismo argumento, la necesidad de adaptarse a un público moderno, es la que se enarbola para justificar, por poner solo un ejemplo, una adaptación contemporánea a nuestro idioma del Quijote que, sin embargo, no ha levantado tantas ampollas. Ninguna, de hecho. Aunque la razón que sustenta la decisión de acometer la empresa sea el mismo y solo difieran en la intencionalidad (en una, moral y de corrección política; en otra, facilitar su lectura), pues el resultado es el mismo: la modificación del original de una obra. Y no es esta, ni de lejos, la primera vez que ocurre. Hace unos años, algunas bibliotecas de Barcelona retiraban libros infantiles como Caperucita Roja o La Bella Durmiente por perpetuar roles de género. Muchos de ellos eran reescritos para eliminar pasajes considerados tóxicos. En algunas escuelas de Estados Unidos se retiraba de los programas los libros «Matar un ruiseñor», de Harper Lee, o «Las aventuras de Huckleberry Finn», de Mark Twain, por incluir lenguaje racista. ¿Qué ocurre?
«El impulso de retocar la literatura que incomoda es muy antiguo», explica Irene Vallejo, filóloga y escritora, autora del imprescindible ensayo «El infinito en un junco». «A Platón le preocupaban los poemas homéricos porque presentaban a unos dioses frívolos, hedonistas, adúlteros y propensos a la mala conducta, lo cual no era edificante para nadie, y menos para la juventud. En la “República” dice que las madres y las niñeras deben contar a los niños solo historias autorizadas. En las “Leyes” propone reescribir los textos literarios siempre que haga falta. Eso es lo que viene sucediendo desde hace siglos con los cuentos de hadas, dulcificados gradualmente desde las crueles y crudas versiones populares que recogieron los folcloristas hasta las tramas azucaradas de Walt Disney». ¿Qué ha ocurrido entonces, en este caso, para que la reacción en contra haya sido tan unánime? Vallejo parece tenerlo claro: «Esa reacción del público bastante unánime en contra de los cambios, al menos en estas latitudes, es lo que me parece decididamente nuevo en esta polémica. La mayoría de lectores parece preferir el debate antes que la versión modificada y masticada. Como la optimista sin remedio que soy, diría que esta respuesta refleja madurez democrática». ¿Y cierta nostalgia? Quizá a los adultos de hoy nos han tocado (o pretendido tocar) uno de los referentes de nuestra infancia. Porque los cuentos, las narraciones fantásticas, son parte de nuestra formación. «Los cuentos tradicionales», explica la escritora, «son historias elaboradas desde los tiempos remotos de la oralidad para conservar hallazgos, ideas y experiencias. Los relatan las sociedades organizadas y tranquilas, las que a lo largo de la historia se han creído duraderas. A diferencia de las fábulas, los cuentos no aconsejan lo que deberíamos hacer, dejan que encontremos las soluciones al pensar en los aspectos de la historia que nos afectan. No han sobrevivido por sus moralejas, sino por plantear con ingenio los interrogantes que todos nos formulamos, como chispas alrededor de un mismo fuego». Y no parecen tener nada de malo los de Roald Dahl, que encajarían perfectamente en esa definición.
Sobre esto, nos dice Bernat Castany, escritor y profesor de Literatura en la Universidad de Barcelona, autor del maravilloso «Pensamiento crítico ilustrado», que, en este tema, como en tantos otros, «lo mejor es buscar el justo medio. Un ambiente demasiado aséptico es tan perjudicial para un niño como un ambiente demasiado sucio, porque, en el primer caso, no genera defensas, y en el segundo, las que ha generado resultan insuficientes. De algún modo, nuestro sistema inmune simbólico, aquel que nos permite regular nuestras relaciones con la otredad, necesita ejercitarse en la infancia, defendiéndose a pequeñas agresiones, traumas y afecciones que le permitan después enfrentarse a aquellas otras, más agresivas y descontroladas, a las que deberá enfrentarse cuando sea una persona adulta. Porque, aunque podamos soñar con “editar” el mundo del niño, nunca podremos hacerlo con el mundo real, y nuestro deber es educar para vivir en el mundo real. De otro modo haremos seres todavía más desgraciados. Las obras de Roald Dahl tienen la mezcla perfecta de pureza y suciedad, de alegría y tristeza, de confianza y terror, para que los niños hagan no solo un poco de “callo emocional”, sino también para que desarrollen el amor a la vida a pesar de los sufrimientos que forman una parte consustancial de la misma. Eliminar ese elemento no es purificar el mundo, como piensa cierto pensamiento mágico que cree que eliminando la palabra se elimina la realidad, sino debilitar al niño». Y puntualiza que «esto no quiere decir que aprobemos esos aspectos de la realidad, que debemos intentar reducir en la medida de nuestras posibilidades, sino solo aceptar, primero, que la medida de nuestras posibilidades es limitada, y, segundo, que el sufrimiento es una parte consustancial de la vida, que debemos aceptar, no por resignación, sino por amor a la vida».
«En este caso», apunta Vallejo, «no hay un organismo censor que imponga estos cambios. Ha sido una decisión comercial de una empresa privada, que aspira a vender así más libros. También el famoso código Hays, que durante más de tres décadas impidió, entre otras muchas imágenes subversivas, representar en el cine una cama de matrimonio, nació de un acuerdo firmado por las principales productoras, no de una ley. Son estrategias de negocio que buscan agradar a más gente, y que cambiarán si no dan el resultado deseado». Y, efectivamente, así ha sido. Tras unos días de agria polémica, la editorial británica Puffin anunciaba en un comunicado que se editarán las versiones originales, sin retirar las que incluyen modificaciones, dejando en manos del lector decidir cuál de las dos versiones es la que prefieren adquirir. En España, la editorial Santillana emitía un comunicado en el que aseguraba que se mantendría fiel a la obra original y se posicionaba siempre en contra de cualquier acto de censura. «En cierta ocasión», cuenta Bernat Castany, «le preguntaron a Woody Allen qué pensaba de la muerte, y él respondió con magnífica ironía: “Estoy en contra.” Los censores de Roald Dahl también están en contra de la muerte. Lo cual es ridículo e inútil. Como dice Nietzsche, la alegría y la tristeza son dos hermanas siamesas, que solo pueden crecer juntas o disminuir juntas. En las obras de Roald Dahl, crecen juntas. Y quien pretenda separarlas, las matará». También Irene Vallejo tiene clara su postura ante esta controversia: «Creo que hay un problema de partida en estas reescrituras: borran el contexto, falsifican la historia, pretenden resolver problemas morales por la vía del anacronismo. Las ficciones sufren desde siempre la acusación de ser díscolas y rebeldes, de asomarnos a lo perverso, pero ahí reside su poder: nos lanzan a los dilemas y conflictos de la vida en el recinto seguro de la imaginación. Resulta ingenuo creer que, si nadie menciona las malas ideas, no se nos ocurrirán. Como si pudiéramos ser sabios por ignorancia». Y concluye: «Me parece infinitamente más interesante leer para entender lo que los libros quieren decir, no lo que yo quiero que digan».