Más placer que el sexo: esto es lo que pasa en su cerebro cuando escucha música
Aunque la ciencia trata de dar respuesta, muchas cuestiones
siguen siendo un misterio acerca de por qué la música nos sobrecoge: el científico Michel Rochon trata de dar las respuestas que se tienen en «El cerebro musical», un libro para explicar lo inexplicable
siguen siendo un misterio acerca de por qué la música nos sobrecoge: el científico Michel Rochon trata de dar las respuestas que se tienen en «El cerebro musical», un libro para explicar lo inexplicable


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Quizá, en alguna ocasión, han probado uno de esos masajeadores de cabeza, uno de esos chismes que tienen una docena de brazos de alambre que terminan en una bolita de plástico. Pocos resisten un escalofrío cuando se hacen girar todos esos puntos de contacto diferentes en el cráneo propio. Bueno, según el fisiólogo, médico y músico canadiense Michel Rochon, algo similar sucede, pero varios centímetros más dentro de nuestra cabeza, cuando escuchamos música. O, más exactamente, cuando escuchamos la música que nos gusta. Este pianista y conferenciante lleva varias décadas estudiando los efectos de la música en nuestro cerebro y, con sus conclusiones, publica ahora en español «El cerebro musical. Un viaje a través de notas y neuronas» (Ático de los Libros), un libro que se adentra en un misterio milenario. ¿Cómo explicar lo inexplicable que sentimos cuando escuchamos música?
La primera de las lecciones del libro es que no existe algo así como un «cerebro musical», un núcleo donde se concentra la recepción de una canción, sino que, al contrario que con otros estímulos (y por tanto otras artes) la música causa un impacto en distintas partes del cerebro simultáneamente. Algo similar al masajeador craneal del que hablábamos antes. Rochon lo explica en una videollamada con este periódico: «No hay regiones exclusivas que interpretan la música. Esta llega a través del oído, que la convierte en un impulso eléctrico». Primer misterio: la transformación de la música en esa señal de energía que tiene lugar en el oído interno (un complejo dispositivo natural que no podría ser concebido por un ingeniero) es tan misteriosa como la transformación inversa: la de la aguja de un tocadiscos sacando guitarras de un vinilo (otro objeto que, mirado de cerca, resulta fascinante). Pero sigamos con la fisiología craneal: «Cuando la música entra en el cerebro a través del nervio auditivo, los impulsos se distribuyen por diferentes regiones para poder ser descodificados», dice este experto. «La corteza auditiva es compleja, porque hay diferentes regiones que se ocupan de descodificar distintos elementos: ritmo, timbre, melodía, armonía... Todo de una vez en varias regiones. E interviene también el cerebelo, que es responsable de la motricidad: por eso la música nos empuja a bailar o a mover un pie sin ser conscientes de ello. Las notas y la melodía, por el contrario, se perciben en el córtex auditivo primario y secundario, en el temporal y el frontal. Todas las regiones se activan a la vez para dar un sentido global y por eso es una experiencia poderosa. Para mí fue un descubrimiento apreciar esa complejidad, que es mucho mayor que en el caso del estímulo visual, que se concentra en el occipital. En la música es diferente. La música es por todo el cerebro y esto tiene un efecto importante. Por eso la música nos emociona, nos sobrecoge. Por eso no se llena un estadio para ver un cuadro de Dalí», bromea Rochon.

Un poder racional y emocional
En el libro, una frase sintetiza este poder mágico: «La música apela al lado racional con su estructura matemática (e invisible, aunque real), pero, al mismo tiempo, le habla a nuestro lado emocional en un grado comparable a las necesidades vinculadas a la supervivencia, como la comida y el sexo». ¿Tan poderosa es? «Efectivamente. Es interesante. Hay un trabajo de un investigador de Montreal, Robert Zatorre, que fue el primero en demostrar que la música te hace secretar un gran cantidad de unas moléculas, de dopamina en concreto, que son parte del sistema límbico que activa el circuito de recompensa. Y lo que demostró el investigador es que escuchar música nos provoca escalofríos porque segregamos más dopamina que cuando comemos o incluso cuando hacemos el amor. Sus estudios demostraron que el poder de la música es enorme en el sistema de recompensa químico», explica.
A lo largo del libro, Rochon cita una gran cantidad de estudios científicos que acreditan el efecto salvífico de las composiciones musicales en el cerebro, pero, en todos los casos, la ciencia toma composiciones clásicas, de Beethoven, Bach o hasta Rachmaninov como elementos de muestra, para probar sus efectos en el cerebro. ¿Podemos entender que los efectos son los mismos cuando hablamos de música popular? «Es una buena pregunta que necesita de una introducción para ser contestada –dice Rochon–. Hay que abandonar la ciencia y entrar en la cultura. La música va en horizontal. ¿Qué es buena música? La que a ti te hace un efecto, la que te gusta. Esa es la buena. No se trata de que Beethoven vaya primero y lo demás sea peor. La música genera endorfinas, cortisona y dopamina, pero tiene también otras repercusiones sociales», explica este experto. Desde el comienzo de los tiempos, y hablamos de nuestros ancestros remotos, los humanos han utilizado la música como elemento de cohesión social. «La música se ha convertido en un rito de paso que define identidades, que genera una cultura juvenil y que sirve para, por así decirlo, abandonar a la familia. La música sirve a los jóvenes para adquirir valores vinculados a un nuevo grupo al que se unen en la adolescencia y que les independiza. Esto es importante, ya que amplifica los valores y la repercusión en la química cerebral, por eso no hay que ser tajantes en que una música es mejor que otra en cuanto a química cerebral», dice este experto, para el que asegurar que la música inventó la adolescencia no resulta una exageración. No sólo eso, también la identidad: «Con la llegada del siglo XXI se ha culminado un proceso, un nuevo fin para la música. El uso individual. Eso antes no existía porque no había medios tecnológicos para el consumo privado de y no se concebía demasiado. Era parte de un ritual. Pero ahora sí se puede. Hay una nueva faceta que no existía y que define la individualidad, no sólo la pertenencia a un grupo». Y queda, claro, un último elemento: las palabras: «Efectivamente. La música pop está basada en el ritmo y la voz. La canción moderna tiene un elemento adicional, el mensaje, lo que le confiere un poder extraordinario». Sin embargo, las preferencias del científico están claras: «El rock está bien, pero una vez que se madura hay que ampliar horizontes», afirma girándose hacia su piano, colocado en segundo plano en su salón.
La falacia del «efecto Mozart»
►Uno de los capítulos del libro trata de moderar el entusiasmo sobre los beneficios en el cerebro de escuchar y tocar música: es el llamado «efecto Mozart», una falsa conclusión científica (divulgada por medios de comunicación poco rigurosos) que se refiere a los múltiples estudios que aseguran que exponer a niños pequeños a música del compositor austriaco aumenta su cociente intelectual. «Eso está demostrado que eso no es así, que se trata de una falacia. Pero la música es la madre de todos los lenguajes y ayuda a desarrollar algo muy importante, la plasticidad cerebral, es decir, la capacidad de unas neuronas de aprender nuevas acciones. No está demostrado que aumente el cociente intelectual pero sí que tiene otro efecto neuroprotector. Puede retrasar la aparición de la demencia y ser también clave en la lucha contra el alzhéimer».