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Más de cien años del término «leyenda negra»

El historiador Julián Juderías acuñó el término en un libro en 1914. Desde entonces, este concepto se ha convertido en un caballo de batalla para nuestro país
El grabador Theodor de Bry (1528-1598) aireó esta imagen de los españoles quemando  indígenas en América
El grabador Theodor de Bry (1528-1598) aireó esta imagen de los españoles quemando indígenas en AméricaWikipedia

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La imagen de España en el mundo es complicada porque no depende de este país, sino de la mentalidad generada durante décadas en el extranjero. España tiene esta imagen desde la Paz de Westfalia, en 1648, porque atesoraba ya un largo recorrido frente a la novedad del resto de países. Sin caer en el victimismo nacionalista es preciso reconocer que incluso hoy existe una serie de tópicos negativos sobre nuestro país, ya sea la Inquisición, el Duque de Alba o el «genocidio» en América. Esto está ligado a la idea que se maneja en el norte de Europa de que España no es un país moderno ni educado, un miembro del «mundo latino» que vive del resto porque de países europeos porque no da para más.
No obstante, esa imagen negativa que procede de la leyenda negra no está sola. Desde el siglo XIX convive con la leyenda romántica. España aparece ante los europeos como un lugar exótico, oriental, un crisol de culturas distinto a otros sitios del Continente. Los viajeros decimonónicos europeos describieron España como una nación pintoresca, llena de fanáticos y personajes ridículos y cainitas. Era aquello que decía Bismarck: «España es el país más fuerte del mundo, lleva siglos intentando destruirse a sí mismo y todavía no lo ha conseguido».
Esos viajeros europeos del siglo XIX, desde Teófilo Gautier a Richard Ford, sobre todo franceses y británicos, escribieron sus peripecias españolas con cierta exageración para vender ejemplares, y crearon así una imagen de país atrasado por su raza e historia, y por eso atractivo como un parque temático. España se presentó como una tierra de peligros y adrenalina que duró mucho tiempo. Es la visión de Hemingway en «Fiesta» (1926) y «Por quién doblan las campanas» (1940). En este último libro reapareció la leyenda negra encarnada en Franco y el bando sublevado, frente a la supuesta libertad frustrada de los republicanos y las izquierdas, vistos como unos románticos impenitentes. Hemingway repitió el estereotipo que su país, Estados Unidos, había vendido al mundo con motivo de la guerra del 98 contra España. En la propaganda norteamericana se dijo que España cumplía todavía todos los tópicos de la leyenda negra. La idea era presentar la conquista de Cuba y Filipinas como una liberación y una modernidad, cuando en realidad fue lo contrario. De hecho, los estadounidenses llevaron a cabo un genocidio de filipinos entre 1898 y 1902.
La Guerra Civil española y su resolución dio credibilidad a la leyenda negra porque el triunfo del nacionalcatolicismo parecía encajar con los tópicos. Pareció confirmarlo el que el nuevo régimen hiciera suya la sentencia de Menéndez Pelayo que decía «España martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio». Esa simplificación, como si España no hubiera cambiado desde el siglo XVI y estuviera atada al pasado, como un país que se repetía a sí mismo una y otra vez, determinado por una raza y un espíritu forjados por el clima y el paisaje. Todo esto dio fuerza a los tópicos de la leyenda, aumentada por la ignorancia foránea. Lo confesaba el hispanista Henry Kamen: «La leyenda negra es una frase para los que no quieren estudiar la historia de España».
Pero la izquierda de finales del siglo XX abundó en la misma imagen, la de un país atrasado en manos de un dictador y de la Iglesia, siguiendo en un nacionalcatolicismo de hoguera, tortura y genocidio. La modernidad para esa izquierda era separarse de la imagen tradicional de España considerada nociva, lo que en primer término suponía admitir su veracidad. El franquismo confirmaba la leyenda negra, decían entonces, y aún hoy se puede oír y leer.
La idea de la decadencia de España por culpa de los elementos de la leyenda negra, que eran la monarquía y la Iglesia, fue de los republicanos de finales del siglo XIX. De hecho, el manual de historia de España que más circuló en los institutos, es decir, en los centros para la creación de la élite española, fue el de Fernando Castro que justamente reproducía dicha idea. Si España no estaba a la altura de Europa era por la falta de libertad debido a una monarquía eclesiástica sanguinaria que había expoliado América, como decía la leyenda negra. Las generaciones del 98 y del 14 repitieron la cantinela, con el añadido de que pudieron estudiar en universidades europeas, lo que les permitió comparar e idealizar el extranjero. «La solución es Europa», decía Ortega, aumentando así el complejo de inferioridad de los españoles, y la percepción en Europa de que España era diferente, un país decadente y pobre. Nuestro país era una nación venida a menos, inferior a un continente idealizado, por culpa de oligarquías, sacerdotes y militares, que habían dado la espalda al pueblo. Incluso Paul Preston, un hispanista actual, cae en este tópico facilón en su obra «Un pueblo traicionado: España de 1874 a nuestros días. Corrupción, incompetencia política y división social» (2019).
En fin. Julián Juderías habló de la «leyenda negra antiespañola», en consonancia con el concepto de «hispanofobia» de Rafael Altamira. Lógico, toda campaña de propaganda fundada en falsedades tiene como objetivo laminar la autoridad del enemigo. La idea es que España se ha fraguado sobre la tiranía, la sangre, el racismo y la explotación de otros pueblos, a diferencia del resto de potencias europeas, que iban sembrando civilización y bonhomía. España sería así un país de fanáticos atrasados e incultos que arrasan al diferente. Solo de esta manera se entiende, dice la leyenda negra, el expolio de América, que era un paraíso de paz y prosperidad hasta que llegaron los españoles. O se comprende la expulsión de moriscos y judíos, que eran los sectores más ilustrados, liberales y productivos. Esa leyenda negra justificaría la exclusión de España del grupo de potencias civilizatorias, en especial, Francia, que se apropió el concepto de cuna de civilización contemporánea, y del Reino Unido, el gran imperio del siglo XIX.
Luego están las consecuencias nacionales de la creencia en la leyenda negra, que se alargan hasta hoy. La primera es el impulso de la izquierda a derribar la tradición en pos de lo que llama «progreso». La segunda es el afloramiento de los nacionalismos catalán y vasco. ¿Quién quiere pertenecer a un país forjado en la tiranía y la sangre, o compartir lazos identitarios con quien tiene genes defectuosos? La tercera es que quien combate la leyenda negra con documentos, o se siente cómodo, no digo orgulloso, de ser español, es identificado como antiguo, carca, conservador o facha. Véase, por ejemplo, la campaña periodística contra Elvira Roca, tildada de «franquista» y «anticonstitucional» por su obra «Imperiofobia y leyenda negra» (2016), en un ataque que concluyó José Luis Villacañas con su «Imperiofilia y el populismo nacional-católico» (2019). El debate es interminable.
El primer protagonista fue Bartolomé de las Casas, encomendero antes que fraile, que exageró para tener razón. Su relato fue usado contra España por las potencias rivales, y por los protestantes frente a los católicos, como hizo Guillermo de Orange. La teoría de los climas como determinantes de una raza y una forma de gobierno avivó la leyenda negra sobre el destino de los españoles en el siglo XVIII. España intentó contrarrestar con estudios documentados, incluso ya entonces, como hizo la Academia de la Historia con Juan Bautista Muñoz, o el jesuita catalán José María Nuix. Luego, con la independencia de la América española se forjaron allí discursos nacionalistas basados en el victimismo contra la antigua Metrópoli. Los criollos llenaron esa retórica de falsedades, como hace todo nacionalismo, para responsabilizar a otros de los errores y desviar la atención. Es lo que hace hoy, por ejemplo, López Obrador, el presidente mexicano. Nada nuevo bajo el sol.