Kepler, el profeta del universo
Nadie le creyó cuando afirmó que la Tierra se desplazaba alrededor del Sol y, aunque el tiempo acabó dándole la razón, su vida fue una serie de continuas adversidades
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Nadie le creyó cuando afirmó que la Tierra se desplazaba alrededor del Sol y, aunque el tiempo acabó dándole la razón, su vida fue una serie de continuas adversidades
El astrónomo y matemático alemán Johannes Kepler (1571-1630) simboliza como pocos hombres en la Historia la lucha incansable contra todas las adversidades para conseguir el principal objetivo de su vida. Resulta complicado imaginar el valor, o más bien la temeridad, con que este científico testarudo osó desafiar el principio generalmente aceptado en su época. ¿Quién iba a creer acaso entonces que la Tierra era una gigantesca esfera que se desplazaba alrededor del Sol, a razón de treinta kilómetros por segundo, mientras giraba de modo vertiginoso sobre sí misma?
Todos los mortales, incluidos los más reconocidos científicos del momento, se llevaron las manos a la cabeza afirmando que, de ser cierta esa descabellada teoría que resultó ser verdad, castillos, iglesias, bosques, océanos y la humanidad sin excepción saldrían despedidos de la superficie del planeta víctimas de una portentosa fuerza centrifugadora.
Con razón, y valga la redundancia, algunos llegaron a pensar que un hombre así había perdido por completo la razón. Pero, lejos de ser un perturbado, Kepler fue «un hombre incomparable», como lo calificó su paisano Albert Einstein en pleno siglo XX. Un gigante de la ciencia que mostró a la humanidad entera el largo camino hacia las estrellas.
Pero hasta que ese reconocimiento llegó tras su muerte, nuestro protagonista tuvo que recorrer en vida el desolador camino del Calvario. La tormenta de las luchas religiosas asoló la existencia de una persona piadosa como Kepler. En 1600 expulsaron de la población austríaca de Graz a los protestantes. Giordano Bruno fue quemado en la hoguera aquel mismo año, en Italia, por haber sostenido que el espacio era infinito y estaba poblado de estrellas tan grandes como el Sol. Kepler tuvo que pagar un alto rescate para que le dejaran marcharse, tras vender a bajo precio las propiedades de su esposa. Llegó a Praga enfermo y sin recursos. Su amigo Tico Brahe, el célebre e independiente genio danés, le ofreció hospitalidad. Brahe era entonces matemático del emperador Rodolfo II, de quien logró que nombrase ayudante a su amigo. Puso además a disposición de éste sus inconclusas tablas astronómicas, que sirvieron a Kepler para determinar las tres leyes bautizadas con su nombre relativas al movimiento de los astros.
Estas leyes demostraron la falsedad del sistema de Tolomeo, que colocaba a la Tierra en el centro mismo de universo; y confirmaron, por el contrario, la veracidad del sistema de Copérnico, según el cual la Tierra giraba alrededor del Sol, iniciándose así la era de la astronomía moderna.
A la muerte de su amigo Brahe, el emperador Rodolfo dio a Kepler el empleo que aquél tuvo en la corte. Al príncipe dedicó nuestro científico su «Nueva astronomía», obra que junto a «De Revolutionibus» de Copérnico y «Principia» de Newton, marcó un hito en el campo astronómico universal. Por desgracia, el tratado pasó casi inadvertido entre los sabios, y no supuso ganancia alguna para su autor. Por si fuera poco, en 1612 recibió tres crueles aldabonazos del destino: su esposa, se segundo hijo y el emperador que lo había protegido fallecieron en el término de pocas semanas. Abrumado una vez más por la adversidad, se trasladó a Linz, donde logró un mal retribuido empleo de profesor que le permitió, sin embargo, dedicarse a sus observaciones astronómicas con ayuda de un telescopio. La joven con quien contrajo segundas nupcias en Linz estaba embarazada cuando le afligió una nueva tribulación. Acusada de hechicería, su anciana madre se hallaba presa en Wurtemberg, a punto de ser quemada viva. Acudió allí de inmediato y, tras intensos meses de lucha, logró finalmente que absolvieran a su madre.
Pero tampoco acabaron ahí las adversidades. Con motivo de la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), Linz quedó sitiada en 1626 y las autoridades eclesiásticas consideraron a Kepler sospechoso de herejía, obligándole a recluirse en su casa y sellando su biblioteca. Al cruzarse en la calle con el hombre al que el filósofo Immanuel Kant (1724-1804) llamó «el más agudo de los pensadores», la gente le escupía murmurando con desprecio «astrólogo».
Después de todo, como cristiano que era, y tras estudiar teología en la Universidad de Tubinga, dejó escrito para la posteridad este cántico al Todopoderoso, a modo de plegaria: «Dios mío, gracias te sean dadas por guiarnos hacia la luz de Tu Gloria con la luz de la Naturaleza. Llevé a cabo la tarea que me señalaste y me regocijo en Tu Creación, cuyas maravillas me has concedido que descubra a los hombres. Amén». Kepler era así de agradecido pese a las continuas adversidades.
Kepler falleció en la ruina. Hasta su misma muerte, la tremenda odisea de este gran científico no obtuvo recompensa. Enfermo y deseoso de asegurar el porvenir de su esposa y de sus hijos, viajó a Ratisbona con la esperanza de que el Parlamento, cuya sede estaba allí, le pagase los casi 12.000 florines que le adeudaban desde hacía años. Tan precaria era su salud que tan sólo trece días después de llegar a Ratisbona aquejado de calenturas falleció. Era el 15 de noviembre de 1630.
Ni siquiera después de su muerte, el pobre Kepler obtuvo un merecido descanso. Negaron la sepultura de sus restos en el interior del recinto de Ratisbona. A los tres años de su entierro, los soldados arrancaron las lápidas del cementerio para emplearlas en obras de fortificación, y así desapareció todo vestigio de su tumba, fagocitada por esa misma Tierra a la que él tanto observó.
@JMZavalaOficial