"El imperio de la luz": la cordura entre las ruinas
Sam Mendes presenta «El imperio de la luz», una carta de amor a la decadencia del cine como experiencia colectiva y un estudio de los episodios depresivos de su propia madre
Olvidada por la temporada de premios, salvo por su apabullante Dirección de Fotografía a cargo de Roger Deakins, llega por fin a nuestras carteleras una de las películas más deliciosamente melancólicas del año. «El imperio de la luz», de Sam Mendes, es un estudio de personajes, un retrato cercano a la propia experiencia vital de la madre del director de «1917» o «Camino a la perdición», su batalla diaria con los problemas de salud mental y una época, la thatcheriana, que cambiaría para siempre la idiosincrasia misma de las islas británicas... y de su cine.
Y es precisamente en un cine, vetusto e imponente, como de una era que jamás volverá, donde Mendes encuentra expiación a su «pecado» original, el de ser hijo de una de las autoras de libros infantiles más populares del Reino Unido que, sin embargo, ha sufrido episodios depresivos toda su vida. Entre las ruinas del imperio, el británico y el de la dominación cinematográfica de las salas, Mendes se las apaña para encontrar la cordura de un relato sensible, a medio camino entre el melodrama y los destellos de un filme político.
«No hay manera de hacer una película sobre el pasado sin adentrarse en el terreno de lo mítico. Si lo enfocamos desde el presente, las dimensiones siempre serán desorbitadas, y de eso trata un poco la película. El período que abordamos, de alguna manera, fue uno de interseccionalidad entre las políticas raciales, la música y el cine», explicaba el director hace unos meses en un encuentro con la Prensa sobre un filme que nos lleva hasta el encuentro entre la Inglaterra colonial, decadente y con el pelo recogido, hasta aquella que se atrevió a cardárselo, a dejar de creer en el mito racista de la Commonwealth y la igualdad de los hijos de la Corona, tuvieran el color de piel que tuvieran.
Y sigue: «Abordar un tema específico en una película nunca es casualidad, pero creo que la pandemia tuvo mucho que ver. El mundo, por primera vez en mucho tiempo, se tuvo que evaluar de nuevo en términos de racismo. Creo que de ahí proceden mis ganas de hacer el filme», añade Mendes en relación a movimientos como el #BlackLivesMatter o a las olas de ataques contra la población asiática en todo el mundo.
Para no errar en su objetivo, que no es otro que el de comparar el sufrimiento mental con el social, Mendes nos presenta en «El imperio de la luz» a Hilary, una taquillera que tiene el rostro de Olivia Colman y de la que hereda su exquisito dominio de los tiempos teatrales. Abusada sexualmente por su jefe, aquí Colin Firth, comenzará a compartir su intimidad con el recién llegado, un Micheal Ward («Small Axe») que es, sin duda, el gran descubrimiento de la película. La relación entre ambos protagonistas, a veces sexual y a veces simplemente empática, es el motor que usa el realizador para que los imponentes escenarios arquitectónicos del filme tengan una razón de ser, una equiparación, quizá, con la soledad de ambos.
«Este es el primer guion que escribo completamente solo y desde cero. Y no sé si ha sido terapéutico, porque me parece una palabra demasiado grande y mal usada, pero sí ha servido para desencriptar ciertos recuerdos, verbalizarlos y darles forma», completa Mendes sobre un filme que, más allá de su fondo, se dedica a epatar por sus formas, salpicando el generoso metraje con homenajes musicales a su época, y hasta referencias en gloria metafílmica, como cuando el cine que centra la trama es el elegido para presentar «Carros de Fuego» en el sur del país.
«El imperio de la luz», más que una carta de amor al propio cine, parece por momentos una dedicatoria a su decadencia, a su capacidad para atraer nuestra atención como un accidente, una maravillosa y milagrosa coincidencia, de luz, tiempo y espacio en la que escapar o replicar las vicisitudes de nuestra vida. Y ahí está, quizá, su principal mérito, material cuando el personaje de Colman, ajena al cine pese a trabajar en uno, se atreve por fin a sentarse en la butaca. A vivir.