¿Quién fue el «Esqueleto 4926» que murió crucificado como Jesús?
El miércoles llega a las librerías la investigación histórica de José María Zavala sobre el personaje más importante de la Historia
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Nadie conoce hoy su nombre auténtico. Ni tan siquiera los arqueólogos que lo hallaron en noviembre de 2017 sepultado entre otros 44 cuerpos, cinco de los cuales eran de niños. Desvelo los detalles más recónditos de éste y otros increíbles descubrimientos arqueológicos que deslumbran la historicidad de Jesús de Nazaret, más de dos mil años después, en mi nueva obra «Últimas noticias de Jesús» (Espasa), que sale este miércoles a las librerías.
Decidieron llamarle «Esqueleto 4926», como se hubiera hecho con cualquier forzado en un campo de concentración o en una cárcel de máxima seguridad. Bastó con un simple número para identificar a ese cuerpo anónimo rescatado de las profundidades de la tierra en la localidad británica de Fenstanton, en el Condado de Cambridgeshire, a unos 120 kilómetros al norte de Londres. Excavaban en una parcela donde había una antigua planta embotelladora de leche destinada a formar parte de un moderno complejo residencial, cuando el equipo de arqueólogos de la Universidad de Cambridge y del centro de estudios Albion Archaeology se toparon con cinco pequeños cementerios romanos, cuyas tumbas databan sobre todo del siglo IV. «¿Camposantos romanos en Reino Unido?», se preguntaron, escépticos, los miembros de la expedición. Pero no tardaron en reparar en que Britania fue una antigua provincia de Roma extendida por el centro y el sur de la actual isla de Gran Bretaña, que abarcaba los dos tercios de la superficie entre los siglos I y IV de nuestra era. Y en el caso de Fenstanton, se hallaba además en la ruta de la Via Devana, que unía las ciudades romanas de Cambridge y Godmanchester. De modo que los arqueólogos concluyeron que el yacimiento, de unas seis hectáreas de extensión, formaba parte de un próspero asentamiento. La arqueóloga Kasia Gdaniec, del Consejo del Condado de Cambridgeshire, señalaba en este sentido: «Estos cementerios y asentamientos que se establecieron por el camino romano, que atravesaban Fenstanton, han proporcionado nuevas y muy valiosas pistas para la investigación arqueológica».
Removiendo con sumo cuidado los restos en aquel improvisado quirófano subterráneo, como si interviniesen a un paciente anestesiado a corazón abierto, separaron los restos de cada uno de los 45 cuerpos hasta quedarse asombrados con el que bautizaron luego como «Esqueleto 4926».
¿Qué tenía de especial aquel cuerpo tendido boca arriba en su tumba, como los demás, aparte de los indicios palmarios de mala salud, desnutrición, enfermedades dentales, fracturas de huesos y hasta malaria? Lo primero que llamó poderosamente la atención de los arqueólogos rodeados de microscopios, pipetas y destiladores, una vez que lavaron todos y cada uno de los vestigios humanos mezclados con las diversas capas de tierra, fue que aquel individuo desconocido hubiese permanecido enterrado durante 17 siglos con el fragmento de un clavo de hierro de cinco centímetros de largo, remachado de forma horizontal en el calcáneo de su talón derecho. El análisis dental sugirió luego que aquel hombre tenía entre 25 y 35 años de edad, y que medía alrededor de un metro setenta de estatura. Las técnicas de datación por radiocarbono indicaron que debió fallecer entre los años 130 y 360.
Advirtamos que durante casi setenta años, los arqueólogos han medido los niveles de carbono 14 para datar lugares y materiales. Transcurrido el tiempo, el carbono 14 se desintegra de forma predecible. Con ayuda de la datación por radiocarbono, los investigadores pueden utilizar esa misma desintegración como una especie de reloj que les permite asomarse al pasado y determinar las fechas de muchos objetos, como la madera, los alimentos, el polen, las heces e incluso los restos mortales de animales y humanos. El método tiene, eso sí, sus propias limitaciones, dado que las muestras pueden estar contaminadas por otros materiales que contienen carbono, como la misma tierra que sirve de lecho durante siglos a los huesos de un cuerpo humano en este caso.
Curiosamente, aquel esqueleto fue inhumado junto con una docena de clavos de hierro, como el que atravesaba el talón de un extremo a otro, y una estructura de madera que pudo hacer las veces de féretro cuando tendieron su cuerpo exánime sobre el tablón desnudo.
Los restos hablaban por sí solos sobre el tremendo castigo infligido a aquel joven antes de su despiadada muerte. Las señales traumáticas aparecían repartidas por casi todos los huesos del esqueleto. Las piernas debieron inflamarse a causa de los golpes recibidos e infectarse luego. Las espinillas eran demasiado delgadas, en señal de las ataduras o cadenas que debieron comprimir los tobillos durante días, meses e incluso años enteros antes de someter al infeliz a la pena capital. Pero lo que más estremeció a los arqueólogos en el laboratorio fue, sin duda, aquel maldito clavo oxidado que tras tiempo inmemorial atravesaba todavía su talón de Aquiles, como cualquier otro apéndice del esqueleto. Mientras lo examinaban boquiabiertos, como si no diesen crédito a que la prueba del horror siguiese allí casi intacta al cabo de tantos siglos, repararon en la existencia de una hendidura más pequeña junto al orificio principal que taladraba el hueso calcáneo. Aquel hombre infausto, probablemente un esclavo o un vulgar criminal, había muerto crucificado, como Jesús. Mientras lo extendían en la cruz, el verdugo no logró atravesar el pie al primer intento y debió extraer el clavo para percutirlo de nuevo con su maza en otro punto situado un poco más arriba y taladrar, entonces ya sí, el talón para fijarlo al madero.
La osteoarqueología, también llamada bioarquelogía, es una especialidad de la antropología física que analiza los restos óseos hallados en los yacimientos arqueológicos. Corinne Duhig, osteoarqueóloga de la Universidad de Cambridge, estaba pletórica tras el inesperado descubrimiento del «Esqueleto 4926» y aseguró que constituía la prueba irrefutable de aquel hombre había muerto crucificado. Duhig destacó también que el vestigio era «el mejor conservado» de una crucifixión de la era romana en cualquier país del mundo y el primero exhumado en la historia de Gran Bretaña. Su compañera Kasia Gdaniec manifestó, por su parte, conmocionada también por el inopinado hallazgo: «Las prácticas funerarias son muchas y variadas durante el período romano. Habíamos visto ya algunas evidencias de mutilaciones ante o “postmortem”, pero nunca antes una crucifixión».
Los detalles del encuentro se publicaron en un artículo de la revista «British Archaeology», firmado por el director de la excavación, David Ingham, del Albion Archaeology, y por la propia doctora Duhig. Se trataba así del «único caso de crucifixión conocido en las Islas Británicas y del cuarto del que se tiene constancia en el mundo entero», señalaron Ingham y Duhig.
Pese a que la crucifixión era frecuente en la antigua Roma, su evidencia osteológica sigue siendo hoy muy rara, pues no siempre se empleaban clavos para colgar de la cruz al condenado, a quien solía amarrarse con cuerdas al travesaño de la cruz. Y desde luego, la inmensa mayoría de los crucificados no recibía una sepultura normal, como la de cualquier otro difunto, sino que su cuerpo era a veces devorado por las alimañas del campo o se desintegraba mezclándose con la tierra misma. Muchas otras veces, se dejaba a los condenados que se pudriesen en la cruz.
Mientras que a los ciudadanos romanos y a los aristócratas se les reservaban tumbas de cámara excavadas en la roca con arquetas-osario, a los siervos y delincuentes fallecidos de muerte natural se les inhumaba directamente en fosas horadadas en la tierra, razón por la cual la localización del «Esqueleto 4926» puede considerarse hoy uno los grandes milagros de la arqueología moderna. Máxime, si se tiene en cuenta que cuando se empleaban clavos, en lugar de ligaduras, era normal extraerlos para reutilizarlos en otra crucifixión o simplemente desecharlos.
Corinne Duhig se congratulaba también por el insólito estado en que hallaron los restos del crucificado: «La afortunada combinación –aseguraba la osteoarqueóloga– entre la buena conservación de los restos y el clavo que permaneció en el hueso me ha permitido examinar este ejemplo casi único cuando se han perdido tantos miles de ellos. Esto demuestra que los habitantes de este pequeño asentamiento romano en el borde del Imperio no pudieron evitar el castigo más bárbaro y cruel de toda Roma».
Duhig se lamentaba, con razón, por la pérdida de tantos rastros de crucificados a lo largo de la historia como si, nunca mejor dicho, se los hubiese fagocitado la tierra. No en vano, Flavio Josefo refiere la existencia de miles de personas crucificadas por los romanos sólo en los alrededores de Jerusalén en el siglo primero de nuestra era. Josefo alude, en concreto, a los dos mil crucificados a la muerte de Herodes el Grande, en el año 4, y a otros quinientos desgraciados más que perecieron del mismo modo cada día tras la destrucción del Templo, en el año 70.
Al contrario que a Jesús, a los dos ladrones crucificados junto a él, uno a su derecha y otro a su izquierda, les retorcieron los brazos encima del travesaño y envolvieron con cuerdas sus muñecas y codos, igual que las rodillas y los tobillos. Este modo de crucifixión recuerda en parte al de Yehohanan ben Hagkol (Juan hijo de Ezequiel), cuyos restos se hallaron hace cincuenta y cinco años al nordeste de Jerusalén. Fue entonces cuando el arqueólogo Vassilios Tzaferis, de la Autoridad de Antigüedades de Israel, levantó la tapa de uno de los cinco osarios donde se ocultaban los vestigios de Yehohanan y puede decirse que volvió a nacer como arqueólogo. Supo entonces sin el menor atisbo de duda que aquel desdichado individuo murió crucificado en parte como los dos ladrones conducidos con Jesús hasta el Gólgota. No halló así prueba alguna de trauma violento en el antebrazo ni en el metacarpo de la mano de Yehohanan, lo cual le convenció finalmente de que debió ser amarrado con cuerdas a los brazos de la cruz, en lugar de ser clavado en ellos, como Jesús.