Chaparrón de piedras a Cánovas del Castillo
Tras el viaje de novios junto a Joaquina de Osma, su segunda esposa, el ex presidente del Consejo de Ministro fue recibido con gritos, pitos y flautas
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«Antonio, ¿qué es eso que has sacado del bolsillo?», preguntó Joaquina, la recién casada con el entonces líder de la oposición al gobierno de Sagasta. «Una piedra, querida”», contestó Cánovas sujetando la roca en alto con cuatro dedos. «¿Es una piedra del riñón?», bromeó la joven. «No –respondió el político conservador–. Es la piedra angular de los liberales. La piedra de escándalo para este Ministerio. La piedra de toque para decir al país que estamos en malas manos. La piedra de moler que usaremos contra Sagasta y Segismundo Moret. La piedra filosofal de nuestra vuelta al Gobierno de España». Joaquina miró por la ventanilla del coche que les llevaba a la calle Fuencarral, donde vivía Cánovas, y suspiró tanto que empañó el cielo de Madrid. Conocía a su esposo. «A ver, Antonio –soltó la esposa–, no me hagas uno de tus discursos, que no estamos en el Congreso. Es una piedra que nos han tirado al llegar a Atocha y punto pelota».
Antonio y Joaquina se habían casado el 15 de noviembre de 1887. El político tenía sesenta años, y ella treinta y tres. Para el conservador eran sus segundas nupcias. Su primera mujer fue María Concepción Espinosa de los Monteros, que falleció en 1865. Tuvo después una novia, o quizá muchas, pero sin llegar a nada. No era el hombre más apuesto de Madrid, pero sí uno de los más seductores. Sabía conquistar a las mujeres con su labia, que es un don psicológico, y le atraía la inteligencia, o eso decía para engatusar a las doncellas. Joaquina tampoco era muy agraciada. Tenía una bella figura y cierto donaire, pero no le acompañaba la dentadura, que por contraste a los principios de orden de su dueña prefería la anarquía más ostentosa.
Los padres de Joaquina, riojanos, marqueses de la Puente y Sotomayor, no aceptaron de buen grado la noticia de la boda. Había treinta años de diferencia entre los novios. Cánovas podía ser su padre. Finalmente accedieron. No cabía duda de que el hombre que había sido presidente del Gobierno y ministro en varias ocasiones, académico, embajador y escritor, casi podía merecer la mano de su querida hija. El enlace se celebró en su residencia. El jardín se había iluminado con caprichosos encajes de luz que bordaban la verja, y los pálidos destellos que proyectaban las innumerables bombillas blancas diseminadas por los árboles y arbustos eran como un deslumbrante bosque en el que apenas se distinguía la tropa de pelotas emperifollados para la ocasión.
El sexo fuerte se ajustaba el chaqué, y el sexo débil se despojaba de sus abrigos como mariposas que abandonaban a sus capullos, que hablaban mientras de política y toros. Joaquina entró en el salón de la ceremonia tocada con unas hojas de yedra en brillantes, detalle del novio, que por no irse por las ramas iba vestido de ministro luciendo el Toisón de Oro y las bandas de la Orden Piana y de Cristo, regalo de Su Santidad León XIII. Delante esperaba el obispo de Madrid-Alcalá, monseñor Di Petro, que ejerció su sagrado ministerio y otorgó la bendición a los celtíberos desposados. Después del buffet, porque estaba feo que las viandas se enfriaran, enfilaron al Palacio Real para presentar sus respetos a la Regente. María Cristina abrió un cajón y regaló a Joaquina una pulsera y a Cánovas un retrato suyo dedicado. Luego volvieron a casa y hasta aquí se puede contar.
Hicieron un viaje de novios con gran éxito de crítica y público. Cansados y felices tomaron el tren para volver a Madrid. Entre risas y carantoñas, Cánovas no podía dejar de pensar en los intríngulis de los asuntos de Estado. «¿Cómo estará el balance exterior de Hacienda? ¿Qué habrá sido del acuerdo comercial con el Imperio de Annam? ¿Y qué me dices de las Islas Carolinas, eh? Esto de ser la oposición es más descansado pero altera», pensaba Antonio mientras Joaquina canturreaba la zarzuela de moda, «Cádiz», del maestro Javier de Burgos y Larragoiti.
El tren arribó a la estación y el matrimonio se decidió a coger un vehículo de transporte con conductor que había contratado por telégrafo. Al salir a la calle le sorprendió una lluvia de piedras, acompañada de pitos y flautas, con gritos de «¡Muera vuecencia!», «¡Púdrete, malandrín!» y «¡Vuelve a tu casa, bribón!». No había paraguas capaz de contener aquel chaparrón. Cánovas cogió una piedra al vuelo en su parábola descendente, lo que resultó una excentricidad geométrica. En ese instante lo decidió, y como si fuese un geólogo se la guardó en el bolsillo dispuesto a etiquetarla. Sonrió. Colocaría la piedra en un anaquel con un cartel que rezara: «Recuerdo de don Segismundo Moret, ministro de Estado del gobierno Sagasta y pétreo liberal».