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Atrapados en el hielo: la búsqueda del ansiado paso del Noroeste

La creencia en un paso septentrional que, al igual que el de Magallanes al sur, conectara el Atlántico y el Pacífico, suscitó múltiples expediciones culminadas por amargos y trágicos fracasos
James Fitzjames, capitán del HMS Erebus, murió atrapado en el hielo ártico en 1846
François Etienne Musin (National Maritime Museum Greenwich)
La Razón

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Entre 1820 y 1930 se condujeron cientos de expediciones a las regiones árticas y antárticas. Eran los últimos confines de la Tierra que quedaban por conocer, y a ello multitud de Estados e iniciativas privadas se dedicaron con empeño y con mejor o peor suerte. Eran regiones heladas e infestadas de peligros; lugares casi desprovistos de vida la mayor parte del año, lejos del calor del hogar. En condiciones tan extremas, multitud de buques quedaron atrapados en el hielo, algunos para no salir nunca más de él.
En aquellas frías latitudes la infructuosa búsqueda de un paso navegable que conectara el Atlántico con el Pacífico por el norte del continente americano llevaría de cabeza a la Armada británica durante décadas. En tiempos de paz relativa, el Almirantazgo británico se dedicó de forma incansable a explorar las posibles vías de penetración por el duro hielo, que incluso en los meses de verano podía cerrar los pasos naturales. Al comienzo parecía una empresa factible, pero con el tiempo comenzaba a estar claro que los beneficios de transitar por tan traicioneros derroteros iban a ser pocos.
Uno de los relatos más famosos de aquella infructuosa búsqueda es el de la malhadada expedición que dirigió John Franklin con el “HMS Erebus” y el “HMS Terror” en 1845, que ha inspirado novelas y series de TV. Ambos barcos han sido hallados en fechas recientes bajo las frías aguas del Ártico canadiense, aunque el misterio de su fatal destino todavía persiste. Muchos aún no se explican cómo es posible que los 129 hombres que conformaban la expedición –y que perecieron en ella– experimentaran tantas dificultades para sobrevivir en situaciones similares en las que otros habían logrado salir airosos aun tras haber transcurrido varios inviernos en el hielo. El hallazgo de las tumbas de algunos miembros de la tripulación ofrecería algunas posibles pistas. Las autopsias de los cuerpos, cuyo estado de conservación era extraordinario al quedar congelados bajo el hielo del permafrost, revelaron inquietantes datos y sugerían que el estado de salud de los fallecidos pudo haberse agravado con una intoxicación por plomo, muchos de cuyos síntomas –entre otras cosas causaba una extrema debilidad corporal– eran fáciles de confundir con los del escorbuto, una dolencia todavía muy presente por entonces. Muy probablemente la ingesta involuntaria de cantidades excesivas de este metal pesado derivara de la soldadura defectuosa de las latas de conserva que llevó consigo la expedición.
Pero aquella desgracia no fue la única que había vivido Franklin en el Ártico. Una expedición anterior suya, que condujo por tierra firme en 1819-1822 siguiendo el río Coppermine hasta las costas canadienses septentrionales, tuvo también un final desastroso. Como resultado de una mala planificación, la exploración terminó con nueve muertos por inanición –casi la mitad de la veintena de hombres que componían el grupo– y otros dos por arma de fuego, uno de ellos asesinado por uno de los “voyageurs” de las compañías comerciales locales que les acompañaban, Michel Teroahauté, del que los miembros del grupo albergaban fundamentadas sospechas de haber canibalizado los cuerpos de sus compañeros fallecidos. El otro fue el propio Teroahauté, que fue ejecutado por ello y por el peligro que suponía para la supervivencia del resto. El fantasma del canibalismo perseguiría a Franklin también en su postrera expedición, puesto que algunos testimonios inuit revelaron haber visto huesos humanos hervidos, fragmentados y abiertos para extraer el tuétano en los años posteriores en los que el “Erebus” y el “Terror” fueron abandonados.
Las iniciativas de rescate de Franklin y sus hombres, que se sucedieron durante años, tampoco terminaron muy bien para algunos. El “HMS Investigator”, por ejemplo, se adentró con aquel cometido por el oeste en 1850 en el laberinto de islas del norte de Canadá, pasado el estrecho de Bering. Tres años más tarde, una partida en trineo de otro buque que formaba parte de la flota enviada en 1852 por el este cruzó el estrecho de Melville y encontró al “Investigator” atrapado en el hielo. Su tripulación no se hallaba en buen estado, apenas contaba con provisiones y muchos de sus miembros habían contraído escorbuto. El capitán McClure envió entonces a sus hombres al encuentro de un barco de suministros que también formaba parte de la flota de búsqueda que acudía desde el este.
De esta forma, por un golpe de azar serían los primeros en realizar la travesía completa del huidizo paso del noroeste, aunque buena parte del trayecto lo realizaron en trineo. Pero la historia no termina ahí: cuando por fin alcanzaron la esperada ayuda, acababan de llegar el vapor “HMS Phoenix” y el “Breadalbane”, un barco de transporte, para llevar suministros a la escuadra. Este último se hundió y sus veintiún tripulantes fueron recogidos por el “Phoenix”, que volvió a Inglaterra junto con ellos y con el grupo de McClure. Un tiempo más tarde, se ordenó que el “Investigator” y las cuatro naves principales de la flota, que el hielo no parecía querer soltar, fueran abandonadas.
Con aquellas expediciones de rescate prácticamente se completó el mapa de las islas del norte de Canadá por las que transcurriría aquel ansiado paso, pero como es lógico el Almirantazgo perdió interés en el asunto. Décadas más tarde (1903-1906), sería el noruego Roald Amundsen quien llevaría a cabo la primera travesía exitosa del paso del noroeste a bordo del Gjøa, una embarcación de muy pequeñas dimensiones. Con aquella expedición, demostró que las tradicionales iniciativas de exploración polar dotadas de varias decenas o hasta centenares de hombres estaban destinadas al fracaso, y que cualquier propuesta similar había que acometerla con recursos más modestos y mejor planificación. Pese a todo, quedó claro que aquel paso no compensaba el enorme esfuerzo necesario para atravesarlo.
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