50 años de deseo: de la Emmanuelle caliente del 74 a la frígida de 2024
El estreno de una nueva versión del mito erótico de los años setenta pone de nuevo en debate si el cine avanza o retrocede en cuestiones sexuales
Quienes tengan cierta edad recordarán lo que un simple nombre era capaz de evocar hace medio siglo: Emmanuelle resonaba con atrevimiento erótico y sensualidad clasificada «S» en los oídos de una España donde se exhibiría en 1978, cuatro años después de su estreno original. Fallecido Franco, sumergidos en la orgía de la Transición, llegaba hasta nosotros la ardiente oleada de liberación sexual que había eclosionado cinematográficamente a finales de los sesenta y comienzos de los setenta con fenómenos como el estadounidense porno chic, o en la más refinada Europa con un cine erótico esteticista hasta rozar lo «kitsch», ingenuamente perverso, díscolo heredero camp de la decadencia finisecular de escritores sicalípticos y desintegrados como Pierre Louys, Octave Mirbeau o la singular Rachilde.
Emmanuelle surge como personaje literario gracias a la novela del mismo título, publicada y distribuida clandestinamente en Francia en 1959. Su autora, supuestamente, es Emmanuelle Arsan, escritora franco-tailandesa casada con el diplomático Louis-Jacques Rollet-Andriane, quien resultará ser el verdadero autor del libro, basado en las experiencias de su esposa.
Ambientada en el exótico Bangkok, entre elegantes círculos diplomáticos, la novela vendió bien a lo largo de los sesenta. Su celebración de la liberación sexual; su protagonista desinhibida, bisexual, curiosa y finalmente poderosa, encajaban con la década prodigiosa. Son los años de Olympia Press, la editorial de Maurice Girodias, que publica en París «Lolita», perseguida por la censura. De los cómics eróticos de Eric Losfeld, editor también de «Emmanuelle», que ven nacer a «Barbarella». Época vibrante y confusa donde feminismo y hedonismo, Valerie Solanas y Hugh Heffner, Susan Sontag y James Bond se funden y confunden.
El cine va un poco a la zaga, pero con la caída del Código Hays y el esplendor de los Nuevos Cines, el sexo irrumpe en las pantallas setenteras con el sonido y la furia de la mantequilla de Bertolucci o la garganta profunda de Damiano, en medio del escándalo, las protestas de unos (y sobre todo de unas) y las alegrías de otros. Así llega en 1974 «Emmanuelle», la película dirigida por Just Jaeckin, cabeza de lanza del nuevo cine erótico europeo.
«El último tango en París»o «Emmanuelle» lubrican un nuevo turismo: el de los españolitos que cruzan los Pirineos, donde empieza lo verde, para dar un paseo por los cines de Perpignan y ponerse... al día. Cuando en 1978 se estrena «Emmanuelle» en nuestro país, no son pocos quienes la han visto. El resto, se precipita a los cines donde proyectan las nuevas películas clasificadas «S» -por aquello de que sus imágenes pueden herir la sensibilidad del espectador, a disfrutar con las aventuras lascivas de la bella Sylvia Kristel, mito erótico de la década, y con un aluvión de desnudos acompañados por la música de Pierre Bachelet. El espectador español pasa de entrever con esfuerzo algún pezón o nalga femeninos en las comedias de Pajares y Esteso o en las salas de «arte y ensayo», a un no parar de atractivas actrices como sus madres las trajeron a este perro mundo (que diría otro italiano clasificado «S»).
El filme sigue con relativa fidelidad la novela, con estética lánguida y publicitaria, cargada de tonos suaves, luminosidad difusa, música melódica, gritos y susurros orgásmicos, que se convertirá en seña de identidad del género. La historia es sencilla: Emmanuelle, esposa enamorada pero inquieta, y su marido, no menos inquieto, tienen una relación abierta, lo que en Bangkok y entre la fauna del mundo diplomático, quiere decir que no paran de acostarse con todo lo que se mueve. Entre ambos se interponen distintas aventuras agridulces, como el romance entre Emmanuelle y Bee (Marika Green), arqueóloga de quien se enamora sin esperanza, o el de Jean con Ariane (Jeanne Colletin). Emmanuelle decide ponerse en manos de Mario (Alain Cuny), enigmático hombre de edad, veterano en las misteriosas artes amatorias, que la iniciará en un cruel proceso de liberación, ayudándola a romper con las convenciones morales que la aprisionaban.
Todo entre continuos encuentros eróticos, gráficos pero sin llegar nunca a traspasar la barrera del porno, con abundancia de sexo lésbico, onanismo y tríos, entre frondosos pubis, gemidos ardientes, fotografía con flou, decorados lujosos y desnudos a granel (algunos dirían gratuitos, pero quienes pagaron su entrada no opinarían igual). La crítica fue dura con el filme seminal (nunca mejor dicho) de Jaekin, pero «Emmanuelle» se convirtió en éxito internacional, encabezando el erotismo con «S» de softcore («suave», por contra del hardcore o «duro») que reinaría durante una década. También sería la primera de una larga franquicia: siete largometrajes cinematográficos, siete televisivos, películas apócrifas para cine y televisión, el cómic de Guido Crepax y hasta un videojuego.
Denostada por el feminismo, las feministas japonesas la acogieron entusiasmadas, como manifiesto a favor de la liberación femenina. «Emmanuelle» cumplió en su día una función terapéutica netamente progresista y liberal. Por mucha cosificación de la mujer que se vea en ella, en mitad de una época que, especialmente en España, exhibía actitudes pacatas y machistas, su heroína bisexual, su mundo de relaciones abiertas, lesbianismo, intercambio de parejas y experimentación sexual contribuiría a que muchos espectadores, parejas y matrimonios de clase media, se cuestionaran las convenciones con que fuimos educados durante décadas, en un contexto nacionalcatólico, heredero de la Contrarreforma.
Emmanuelle ha vuelto inesperadamente, a través del recién estrenado filme de la escritora y realizadora francesa Audrey Diwan. ¿Ha vuelto? Poco tiene en común esta Emmanuelle, encarnada en la belleza prerrafaelista de una siempre enfurruñada Noémie Merlant, con la soñadora Sylvia Kristel. Se trata de poner al día una creación de los hedonistas setenta, llevando un arquetipo de la época a los parámetros del actual empoderamiento femenino.
La nueva Emmanuelle, soltera y sin compromiso, es una profesional de los hoteles de lujo. El filme dedica más tiempo a contarnos en qué consiste su trabajo que a sus encuentros eróticos. Aunque escoge algunos momentos míticos del original para deconstruirlos, más hubiera valido que se llamara de otra manera. Diwan pone tanto empeño en que sus escenas eróticas sean discretas, evitando la «mirada masculina», que excitación y sensualidad brillan por su ausencia. Lo que fuera película de aventuras sexuales, se convierte en aburrido divagar entre un primer polvo mal echado y el orgasmo final, cuando Emmanuelle se libera de las cadenas de la explotación capitalista.
Si Just Jaekin nos paseaba por un amenazador Bangkok, exótico, atmosférico y algo salvaje, Diwan descoloniza también su subtexto orientalista y nos encierra en el hotel durante hora y media. Cuando Emmanuelle sale a la noche de Hong Kong, los locales peligrosos son un garito de mah-jong y una discoteca. Para subrayar más su forzada reinterpretación, el «maestro» que guía a Emmanuelle (un inescrutable oriental, paradójico tópico orientalista donde los haya) ha abandonado hastiado el sexo y la comida… aunque no el alcohol ni el juego.
La nueva Emmanuelle, sororizando con el insulso personaje de Naomi Watts o con su amante asiática, prefiere las relaciones platónicas, la masturbación o enviar fotos eróticas por móvil, antes que hacer el amor. Todo muy siglo XXI (aunque exista Tinder). Las escenas eróticas se cuentan con los dedos de una mano. Los hombres atractivos, desaprovechado Jamie Campbell Bower, no pintan nada. Su mensaje es transparente: trabajar para el capitalismo patriarcal te vuelve frígida. Ni la perspectiva feminista, ni la política, ni la erótica, funcionan. Paradójicamente, bajo todas sus intenciones solo yace un interminable anuncio de hotel de mil estrellas para megamillonarios.
Cincuenta años después, guste o no, Emmanuelle merece descansar en paz. No había necesidad de reinventarla en un momento casi tan puritano y convencional como los años cincuenta o la Era Victoriana, quizá aún más hipócrita. Porque nada más hipócrita que hacer pasar lo que en su día fuera una película de género, popular y comercial, por un soso ensayo autoral con moraleja.