André Breton sentó las bases del surrealismo con su Primer Manifiesto: «Automatismo psíquico puro por cuyo medio se intenta expresar verbalmente, por escrito o de cualquier otro modo, el funcionamiento real del pensamiento. Es un dictado del pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón, ajeno a toda preocupación estética o moral». Pero antes de llegar esa declaración, casi centenaria (15 de octubre de 1924), se tuvo que andar un camino de ruptura que encuentra su cenit con el «movimiento Dadá» que lo cambió todo.
Por entonces, Paul B. Haviland ya había anticipado que «vivimos en la era de la máquina». Arrancaba el siglo XX y la sociedad, sobre todo la europea, atravesaba la crisis de la devastación de la Gran Guerra (1914-18), en la que los millones de muertos y los centenares de ciudades arrasadas durante la contienda habían convertido la tecnología en el «enemigo». Sin embargo, en el arte se estaba generando ese caldo de cultivo que rompería con las corrientes artísticas anteriores: el desencanto iba del impresionismo al cubismo; y las circunstancias del momento empujaban a nuevas manifestaciones basadas en la ciencia, la industria y en la máquina, donde se encontraba la esencia del «movimiento Dadá», el «antiarte» que proponía elevar el objeto industrial seriado a la categoría de obra de arte.
El «collage» haría su aparición para fragmentar la realidad y quebrar la tradición. El lienzo y el pincel se quedaban cortos para experimentar con los nuevos avances técnicos de la reproducción mecánica, en especial con la fotografía, que fue su base. El arte abrazó de esta manera la industrialización y, desde hoy, todo ese proceso se presenta en la Fundación Canal a través de un recorrido que analiza ese camino de ruptura que condujo a los Surrealismos, que dan nombre a la cita. «La presencia de la máquina como motivo artístico es algo que aparece en el siglo XX y todavía no ha desaparecido», señala la comisaria Pilar Parcerisas. Cuatro son las figuras que articulan el recorrido: Francis Picabia, Man Ray, Marcel Duchamp y Alfred Stieglitz, hombre este último que da inicio a la exposición.
Modernistas y vanguardistas intentaban sacudirse el pictoralismo (a comienzos del siglo XX) por medio de la pureza formal y la objetividad en las artes visuales. Es en esas en las que pillamos a un Stieglitz que, a partir de 1910, abandonará el pictorialismo para experimentar con la «fotografía pura». Buscaba establecer la fotografía como una forma de arte independiente distinta a la pintura y será el primero en captar los rascacielos de Nueva York desde estudiadas perspectivas que destacaban la majestuosidad de los edificios y la atmósfera urbana que los rodeaba. Suyo es El entrepuente (1907), donde los pasajeros del «SS Kaiser Wilhelm II» son captados en su viaje de América a Europa: arriba se pueden ver a las clases más pudientes; abajo, las más humildes. Pobreza vs. burguesía. Dos mundos en una imagen-documento que mostraba la devolución de los inmigrantes al Viejo Continente. Picasso, al verla dijo: «Este fotógrafo trabaja con el mismo espíritu que yo».
Y en su propósito por introducir la vanguardia europea en Estados Unidos, Stieglitz abre junto a Edward Steichen el selecto club de la Photo-Secession (1902), la revista Camera Work (1903) y The Little Galleriesof the Photo-Secession (1905), que más tarde pasaría a llamarse 291, como un lugar de encuentro del arte moderno en Nueva York. Alentados por el incesante interés de Stieglitz por promover la vanguardia, Marius de Zayas, Paul Haviland, Francis Picabia y Agnes Ernst Meyer, crean en 1915 la revista 291 en honor a la galería. Los doce números de la revista se considerarían una declaración proto-dadaísta anticipando el «movimiento Dadá» en la gran ciudad. «Un feliz encuentro de artistas rebeldes refugiados», define Parcerisas. Inmersos en ese contexto político, social y artístico, la revista da una gran importancia a la presencia de la técnica en el arte del nuevo siglo. Picabia retrata a sus colegas como máquinas de una manera metafórica: a Stieglitz como una cámara fotográfica, a de Zayas como un circuito eléctrico de automóvil, a Haviland como una lámpara de viaje, a Meyer como una bujía de motor, y a sí mismo, como un claxon de automóvil.
La segunda parte (de las cuatro) de la muestra mira a la recuperación del «desnudo artístico»; si en el siglo XVIII se había convertido en el tema central del arte, para finales del XIX ya se consideraba un símbolo devaluado. Sin embargo, ahí estaba la aparición de la cámara para fragmentar el cuerpo y devolverle el valor erótico a cada una de sus partes. «El surrealismo descubre el cuerpo como máquina que elabora sueños, que genera el deseo erótico y desvela la fuerza del inconsciente y la irracionalidad como fuerza creativa», defiende la comisaria. Siguiendo las teorías freudianas, el surrealismo vio en el cuerpo fragmentado el impulso del deseo. Se releen temas mitológicos de carácter erótico, como Príapo; estéticos, como Venus; se abre en el mundo una nueva visión del erotismo corporal usando formas orgánicas y anatómicas.
El Dadaísmo fue el antiarte que propuso elevar el objeto industrial seriado a la categoría de obra
En la portada del catálogo de la galería Julien Levy (1936), Salvador Dalí –también presente en la exposición– evidencia de nuevo su obsesión por las Venus. Con el retrato de un busto femenino con rostro cuasi androide y, haciendo uso de su característico método paranoico-crítico, oculta las obras expuestas en la exposición del catálogo en una serie de postales que se despliegan de los pechos de la mujer. La mente del artista no para de inventar, y el erotismo y la sexualidad son su motor. Man Ray con sugerentes fotografías de desnudos femeninos, como La Prière y su Violín de Ingres; Duchamp con Feuille de vigne femelle; y Picabia Çam’estégal también dan fe del nuevo erotismo. «Pinto lo que no puede ser fotografiado, es decir –explicaba Ray–, lo que proviene de la imaginación, del sueño o de un impulso inconsciente. Fotografío las cosas que quiero pintar, las que tienen existencia».
Superado el naturalismo y asentadas ya las bases de la abstracción gracias a corrientes como el cubismo, el suprematismo o el futurismo, fue imperativo encontrar un nuevo modelo al que imitar y que concentre toda esa fascinación por la modernidad. El arte buscaba aproximarse a la ciencia, a las matemáticas, a la mecánica, a la óptica, y encuentra en la máquina el modelo de belleza femenino propio del siglo XX. Arranca la época definitiva de la estética industrial en todos los sentidos, a la que Surrealismos dedica su tercer episodio, donde destaca el curioso experimento de Duchamp, Los Rotoreliefs (Relieves de rotor), de 1935, resultado de su afán por encontrar la tercera dimensión a partir del movimiento espiral. Se trata de discos ópticos, de diferentes colores, colocados en un fonógrafo a 33 revoluciones que, al girar, crean sensaciones hipnóticas y de profundidad. Estas «tuercas giradas» reproducen el movimiento automático de la pintura. «Una vez más, Duchamp demuestra que arte y ciencia giran a la par», apunta la muestra.
La era de la máquina proporcionó a este artista las claves para concebir sus famosos «readymade», objetos listos para su uso. En 1913 construye el primero de ellos, una rueda de bicicleta sobre un taburete, elevando a categoría de obra de arte un objeto fabricado por la industria. La fotografía y los nuevos medios mecánicos de reproducción abrieron un nuevo frente en la historia del arte, un debate sobre el original y la copia, cuestionando el aura, la experiencia única de la obra de arte, la autoría y la manualidad. Este apartado (el último del recorrido), dedicado enteramente al artista, presenta un corpus duchampiano como un engranaje de piezas en el que el erotismo, la provocación y maquinaria confluyen. «La seriedad es algo muy peligroso. Para anular la seriedad tiene que intervenir el humor, y si se interviene con humor, lo único serio que podría considerar o haber intentado considerar es el erotismo. Eso es serio y traté de usarlo como plataforma», se lee en una de las últimas paredes de la exposición.
- Dónde: Fundación Canal, Madrid. Cuándo: hasta el 21 de abril. Cuánto: entrada gratuita.
UN UNIVERSO EN PLURAL
Por Pedro Alberto Cruz Sánchez
Se celebran cien años de la publicación del «Primer Manifiesto del Surrealismo», redactado por André Breton. Aunque, en realidad, el origen «sensu stricto» del Surrealismo hay que retrasarlo a 1919, cuando el propio Breton, Philippe Soupault y Louis Aragon crearon la revista «Littérature» y, entre octubre, noviembre y diciembre de ese mismo año, los dos primeros publicaron «Les champs magnétiques» –primer ejemplo de escritura automática–. Hasta 1924, la identidad del movimiento surrealista se fue creando desde y contra el Dadaísmo. Después de ser recibido como una auténtico mesías en la Gare du Lyon de París, en 1920, Tristan Tzara se convirtió en la némesis de Breton y del «grupo Littérature», articulándose así el espíritu surrealista como una negación de las estrategias dadás. En términos puramente artísticos, el Dadaísmo ha tenido –y tiene– mucha más influencia sobre las prácticas artísticas contemporáneas que el Surrealismo. Sin embargo, desde un punto de vista organizativo, el movimiento surrealista se puede considerar como el más hegemónico de todo el periodo de vanguardias.
La razón de ello es el liderazgo férreo y, por momentos, dictatorial, que ejerció André Breton, hasta el punto de promover diferentes purgas estéticas e ideológicas dentro de sus filas. Este control disciplinario permitió que el Surrealismo traspasara con mucho la esperanza de vida de cualquier corriente de vanguardias y se transformase en una suerte de continuum que permaneció vibrando hasta el fin de la modernidad.
Pero, precisamente por este comportamiento autoritario de Breton, las tesis surrealistas no solo germinaron dentro de los estrechos perímetros del movimiento original, sino en una serie de constelaciones que se multiplicaron por Europa, Estados Unidos y Latinoamérica. Que la Fundación Canal inaugure una exposición que lleva por título «Surrealismos. La era de la máquina» constituye, en este sentido, un excelente indicador de hasta qué punto es un universo artístico que solamente se puede entender en plural: surrealismos. Su comisaria, Pilar Parcerisas –una de las profesionales del arte más honestas e interesantes del ámbito nacional–, ha elegido el motivo de la máquina como vía de diseminación del ideario surrealista. Y es esta relajación de la ortodoxia bretoniana la que le ha permitido introducir piezas de Man Ray, Picabia, Stieglitz o Duchamp. En rigor, la calificación de Duchamp como «surrealista» resulta tan difícil de asumir como aquellos casos en los que es incorporado a la esfera dadaísta.
Cierto es que Duchamp colaboró, en varias ocasiones, con Breton y su grupo y que este lo consideró como el mayor exponente de la filosofía surrealista. Pero Duchamp es irreductible al modelo de pensamiento singularizado por cualquier movimiento de vanguardia y constituye un «no man’s land» del que, por el contrario, todos bebieron.