Y, a su derecha (o izquierda), la casa de Joyce
Aprovechando el centenario de su célebre “Ulises”, paseamos por las huellas del autor que hoy en día pueden recorrer los peregrinos joyceanos que se adentran en su Dublín natal
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Nació en Dublín hoy hace 140 años. Vivió, escribió y murió en Zúrich. Publicó en París. En el ínterin, la vida de maestro en Trieste: allí pasó hambre, bebió exageradas cantidades de grappa, fue padre y soñó con Irlanda. Erin: la isla que lo expulsó por sus costumbres rígidas y su religión puritana, y que sin embargo llenó toda su literatura. La misma isla que hoy celebra a su reticente hijo pródigo con cientos de eventos presenciales y digitales, exposiciones en los principales museos y «tours» especiales: todo en honor de la publicación de un libro que nadie quería publicar.
Ese 2 de febrero Joyce cumplía 40 años. Sylvia Beach, entonces dueña de la parisina Shakespeare and Company, había logrado lo imposible. A las 8 de la mañana Beach le entregaba la primera copia de «Ulises», azul y enorme, al autor. La misma que Joyce le regalaría más tarde a su mecenas, Harriet Weaver, y que hoy es la joya de la corona del Museo de Literatura de Irlanda (MoLI, por sus siglas en inglés). En el mismo edificio que ahora ocupa el MoLI (El Museo de Literatura de Irlanda) frente a St Stephen’s Green estudió Joyce; es también el escenario de «Retrato del artista adolescente». Allí el visitante puede hacerse una foto bajo el mismo roble con el que el joven autor posó el día de su graduación. Y así por todo Dublín: a la ciudad no le faltan placas conmemorativas (como la de Martello Tower, donde comienza «Ulises», o la del número 7 de la calle Eccles, la casa de los Bloom), y otros homenajes al gran escritor y su obra.
Claro, Joyce es quizá el mayor fichaje cultural de Irlanda. Y en este aniversario tan redondo su «dear dirty Dublín» le piensa sacar tanto partido como pueda. ¿Que qué opinaría el escritor de ser utilizado como incentivo turístico? Eso mismo se preguntaba con ironía una editorial reciente de «The Irish Times», donde también recordaban el «histórico desdén» del Estado irlandés hacia Joyce. El sentimiento era mutuo. En «Nora», una novela histórica, Nuala O’Connor narra cómo Joyce le suplica a Nora Barnacle, su musa y compañera, que se escape con él de Dublín. La ciudad se le quedaba pequeña. La vida estaba fuera de aquí. La escritura, sin embargo, lo ataría para siempre a Dublín y dejaría huellas que hoy pueden recorrer los peregrinos joyceanos (por 15 euros, si desean contratar a un guía local).
Joyce quiso «huir de las redes» de la religión, el nacionalismo y el idioma, en sus palabras, pero no pudo zafarse del territorio: Dublín –con sus calles, sus olores, sus sonidos– está viva en cada página que escribió. Y toda la fe que no tuvo en Dios la puso en la gente de esta ciudad: creía que su literatura podía liberarlos. Para Joyce, cada crítica escondía una posibilidad de redención. En cada ruptura, la sombra de un reencuentro. Más que cualquier otro de sus textos, «Ulises» es Dublín: grosera pero encantadora, sucia pero acogedora, común pero extraordinaria. La ciudad de Joyce, como él mismo, es una constante contradicción, un amor destinado al fracaso. Pero amor al fin. Hoy su país le honra por un libro que ni siquiera llegó a venderse aquí hasta la década de los sesenta, casi 20 años después de su muerte en el auto exilio. Otra perfecta contradicción «joyceana».