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El regreso de los talibanes al valle de Bamiyán

El mundo teme que su vuelta al poder reinstaure un periodo de destrucción del patrimonio histórico y cultural. El director del museo Nacional de Afganistán teme por la pervivencia de los 80.ooo objetos que hay en sus salas
OSAMU SEMBA STURO KONDOAP

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Probablemente se trata de un récord Guinness histórico en la categoría de cómo un país entero cambia de régimen político en breve espacio de tiempo: casi como de una coreografía ensayada se tratase, conforme el ejército norteamericano se retiraba de Afganistán, los talibanes conquistaban las provincias y ciudades hasta llegar a Kabul. Solo en la mente de Joe Biden esta realidad no era plausible. Únicamente en sus fantasiosas proyecciones de futuro, los talibanes no llegarían al poder nada más cerrar la puerta las fuerzas estadounidenses. El mundo ha asistido atónito a una declinación del poder en la barbarie que, tras las primeras víctimas civiles y las esperadas purgas ideológicas, no tardará en centrar su atención en el patrimonio artístico de los afganos.
Debido a su emplazamiento geográfico privilegiado en el sur de Asia, Afganistán se ha establecido, a lo largo de la historia, como un cruce de culturas tan diversas como el Helenismo, el Budismo e, incluso, ciertas influencias de Egipto. El rico patrimonio que este territorio ha acumulado durante el decurso de la historia ha resultado directamente proporcional a los periodos de destrucción que las invasiones y la complicada geopolítica local han motivado. Por centrarnos en la historia reciente, la invasión de Afganistán, por parte de la Unión Soviética, entre 1979 y 1989 se tradujo en la pérdida de numerosos sitios arqueológicos como el de Ai Khanoum o el Tesoro de Mir Zakah. La posterior ocupación Talibán entre 1996-2001 conllevó los episodios de destrucción del patrimonio artístico más traumáticos de la historia contemporánea de la humanidad. Pese a que, paradójicamente, el término «talibán» significa en árabe «estudiante», la voracidad destructiva con la que este movimiento islamista trata la memoria cultural lo aleja de cualquier consideración ilustrada. Sus fundadores –educados en las escuelas islámicas tradicionales– efectuaron una interpretación ultraortodoxa del Corán, que afectó a todas las esferas de la vida pública y personal. Es cierto que el Corán prohíbe la reproducción –en dibujo, pintura o escultura– de cualquier ser vivo por entrañar una afrenta al Todopoderoso. Pero también lo es –y Egipto podría ser un ejemplo– que la religión islámica ha sabido históricamente convivir con el legado histórico de otras culturas, convirtiéndolo, incluso, en un valor añadido para su propio modelo de sociedad.
Éste no es el caso del militarismo ultrarreligioso de los talibanes. No basta con limitarse a cumplir el Corán y evitar la representación de seres vivos. Todos aquellos objetos artísticos preexistentes y pertenecientes a otras culturas y épocas históricas han de ser devastados, reducidos a irreconocibles pedazos. La experiencia del periodo entre 1996-2001 lo confirma. Aquí no hay prejuicios ni temores, sino la dura y desoladora realidad de una «tiranía de la amnesia» que pretende borrar todo el pasado para constreñir la experiencia de los vivos en un mezquino y claustrofóbico presente. No es de extrañar la preocupación mostrada por Mohammad Fahim Rahimi, director del Museo Nacional de Afganistán, quien teme por la integridad de los más de 80.000 objetos que se conservan en él. Los curadores de los diferentes museos afganos se han visto sorprendidos por el rápido avance de las tropas talibanes, y se apresuran por encontrar lugares seguros para ellas. Pero el interrogante que surge es: ¿existe algún espacio seguro en Afganistán que garantice la conservación de este patrimonio cultural? A tenor de la «política de casa por casa» que están siguiendo los talibanes nada más conquistar cada nuevo feudo, cualquier respuesta que se aventure solo conduce al pesimismo. No quedará rincón dentro del territorio afgano fuera de su radar. Así que la única opción real de que la tabula rasa de los talibanes no pulverice el patrimonio cultural existente es sacarlo fuera del país. Y eso, hoy por hoy, no parece plausible ni tan siquiera la preocupación más urgente de la comunidad internacional.
La «masacre» de los budas
Hay un antes y un después de la «masacre de Bamiyán» en el imaginario colectivo de la humanidad. Realizados en torno a los siglos V o VI, los Budas gigantes de Bamiyán constituían un colosal conjunto escultórico, realizado mediante la clásica mezcla de arte greco-budista. Durante 1.200 años, los musulmanes convivieron orgullosamente con los Budas, solicitando, en 1922, al gobierno francés, que les ayudaran en su conservación. Tras asaltar el poder, en 1996, los talibanes prohibieron, en un primer momento, la destrucción de los Budas. Este «espíritu conservacionista» fue refrendado en 1999 con un edicto en el que se podía leer: «El gobierno considera las estatuas de Bamiyán el ejemplo de una potencial fuente de ingresos para Afganistán de parte de los visitantes internacionales. El gobierno Talibán afirma que Bamiyán no será destruido, sino protegido». Esta voluntad protectora se vio reforzada por las llamadas de la comunidad musulmana internacional, que pedía no destruir uno de los grandes conjuntos escultóricos de la humanidad. Mufti Wassel, la mayor autoridad mundial del sunismo, afirmó que «esas estatuas forman parte del patrimonio de la humanidad y no afectan al Islam en absoluto».
No obstante, el destino de los Budas se tornó negro en marzo de 2001, cuando Mullah Mohammed Omar, el líder supremo Talibán emitió un edicto contra todas las imágenes no-islámicas, en las que se incluían las imágenes de adoración de humanos y animales. La destrucción inmediata de los Budas fue contemplada por los talibanes como la consumación de las enseñanzas del Corán. Al dramatismo de ver pulverizado uno de los grandes tesoros artísticos de la humanidad, la «masacre de Bamiyán» sumó el trauma del proceso de destrucción. A lo largo de la historia, son decenas de miles los bienes patrimoniales los que se han destruido en saqueos, incendios, bombardeos e inundaciones. En todos estos casos, la velocidad del suceso concentraba el trauma del impacto: el paso del monumento a la ruina era rápido y no daba pie a solapar la muerte con el duelo. En Bamiyán, las cosas sucedieron de distinta manera. Las estatuas se encontraban encajadas en la montaña y su destrucción requería de un complicado operativo. Para hacerlos añicos se emplearon 50 toneladas de explosivos. El mundo se encontró ante el reverso más cruel de la creación artística: frente a la construcción paso a paso de un artefacto bello, la destrucción estadio a estadio. No se trataba de una explosión y nada más, sino de una «permanencia en el horror» durante 15 días. La demora llegó a doler casi tanto como el hecho en sí. Había placer en la agonía, en la tortura de la belleza. Los talibanes diseñaron un proceso de destrucción cuya prolongación en el tiempo habría servido a cualquier ser humano para haber tomado conciencia de la masacre y detenerla. Pero no: la lógica era la que animaba a los nazis en los campos de concentración: cuanto más tiempo pasa y más inocentes mueren, mayor la delectación ante el horror. Al extremismo le encanta matar a la belleza poco a poco para que el horror se incremente y permanezca indeleble en la memoria de la humanidad.