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El guerrero celtibérico frente al mito

Diez prestigiosos historiadores desmontan los tópicos y ponen de relevancia la complejidad de la guerra en la Península antes de la llegada de los romanos
José G. MoránDesperta Ferro Ediciones
La Razón

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Cuenta el historiador romano Floro («Epitome Rerum Romanorum» I.33.17.13) que cuando Olíndico, líder y reputado profeta celtibérico de quien se decía que empuñaba una lanza de plata que le había sido enviada desde el cielo, se acercó al campamento de noche, pereció junto a la tienda en la que descansaba el cónsul, abatido por el pilum de uno de sus guardias. El episodio estaría posiblemente enmarcado en 143 a. C., en los comienzos de la Tercera Guerra Celtibérica, que concluiría una década más tarde con la destrucción de Numancia. Solo en este pasaje se plantean infinidad de interrogantes: ¿quién era el tal Olíndico? ¿Qué representaba esa lanza plateada? ¿Era un arma o una especie de estandarte? ¿Por qué pensaban que venía «del cielo»? ¿Fue al campamento romano con la intención de parlamentar, con la de realizar algún tipo de ritual, o con la de asesinar al cónsul?
Tan rodeado de misterio como este escueto relato del historiador norteafricano ha estado durante mucho tiempo nuestro conocimiento sobre el mundo de la guerra entre los celtíberos, lastrado en exceso por las concepciones patrióticas y totalmente sesgadas de la historiografía tradicional, tan entusiasta como dotada de imaginación. Buena parte de esta, hoy ya desfasada, se cebaba especialmente en los conocidos episodios de traición (como en el caso paradigmático de Viriato) o heroicidad (el suicidio de los numantinos), ensalzando a su vez el supuesto (y erróneo) carácter «guerrillero» o desorganizado de las indómitas y difíciles de someter tropas hispanas, casi como si se tratara de hábiles bandoleros en las guerras de ocupación francesas.
A ello no ayudaba el que las fuentes escritas grecorromanas siempre se mantuvieran dispuestas a resaltar el belicismo de los pueblos hispanos para mayor gloria de sus propios logros. Paralelamente, se insistía en una suerte de resistencia organizada por parte de los pueblos peninsulares que se enfrentaron a Roma desde la Segunda Guerra Púnica, aunque dicha concepción de estos pueblos como «hispánicos» es una idea de la tradición literaria grecorromana que dista mucho de la realidad tangible que hoy atisbamos en el complejo y heterogéneo mosaico de culturas que conformaban el territorio. Se insistía también, con orgullo y parafraseando una frase de Livio (XXVIII.12.12), en que Iberia fue la primera en ser invadida y la última en ser conquistada, mérito cómo no de los aguerridos pobladores autóctonos.
Esto último no dejaba de ser cierto, pero estudios recientes apuntan a que el esfuerzo de guerra que Roma dispuso en los conflictos de Iberia, salvo excepciones en momentos concretos de mayor urgencia, no fue comparable al de otros frentes de guerra con los que a menudo coincidían cronológicamente. Es decir, que Roma no concebía la conquista de Hispania como algo prioritario, y en consecuencia los efectivos y recursos movilizados fueron menores.
En la actualidad tenemos una visión más realista y menos romantizada de los guerreros celtibéricos (e hispánicos en general) en las luchas contra Roma, y sabemos que, salvando las distancias, tenían unas formas de guerrear muy parecidas a las de otros pueblos mediterráneos, que usaban estandartes e instrumentos para transmitir órdenes en batalla, que podían reunir ejércitos muy numerosos, capaces de integrar contingentes de varios pueblos, de combinar diferentes tipos de tropa −con infantería ligera como con infantería de línea y caballería− y de plantar batalla campal sin mayor problema, como sabemos por las fuentes que hacían habitualmente.
Además, también existía una importante compatibilidad en su armamento con respecto al del legionario romano republicano, y por ello estas tropas fueron empleadas con frecuencia como auxiliares. No es extraño, pues, que dos de las armas más representativas del armamento de los legionarios de la época republicana, el «gladius hispaniensis» y el «pugio», fueran en realidad copias de armas celtibéricas. Pese a todo, existieron diferencias efectivamente notables en el número y también en la organización jerárquica o el mando de las tropas con respecto a los ejércitos romanos, lo que a la postre provocó graves derrotas que al final resultaron fatales.
Poco a poco, las concepciones más ponderadas y terrenales de las formas de guerra que emplearon los pueblos hispánicos prerromanos van calando con fuerza, aunque no ha sido fácil desmentir los postulados de paradigmas antiguos que habían hecho auténtica mella en el imaginario popular. En realidad, el verdadero guerrero celtibérico es tan interesante y sugerente como aquel Olíndico con su flamante lanza argéntea, aunque también sucumbiera, al igual que este, ante el certero «pilum» romano.

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