Nao y Marcel, el eterno éxito de los canallas
Son el «objeto» más preciado del mundo teatral para millennials (y no tan jóvenes) tras arrasar en el Centro Dramático Nacional con «Atraco, paliza y muerte en Agbanäspach»
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Primero, las malas noticias. Ya lo siento por aquellos que no hayan visto lo último de estos dos catalanes. «Atraco, paliza y muerte en Agbanäspach» ya es historia. «Está en el cementerio. No hay gira», lamentan Nao Albet y Marcel Borràs, y, con ellos, un buen puñado de espectadores. Pero no se fustiguen de más, la buena noticia es que tienen cuerda para rato (solo son del 90 y del 89, respectivamente) y, entre otros proyectos, fantasean con una versión audiovisual de este bombazo que abandonó los escenarios del CDN hace una semana.
El único pero que se puede sacar a su impronunciable «Agbanäspach» son los positivos que obligaron a parar nada más estrenar. «Una bajona», en palabras de Borràs, «que no se puede controlar», continúa Albet en la previa de un Día del Teatro que, no se cortan, «es una patochada, aunque está bien que se celebre para que se hable de él».
Aquel parón vírico sirvió, más si cabe, para aumentar las expectativas gracias a la boca de los que ya habían viajado a Agbanäspach y la oreja de los que se quedaron con las entradas en la mano. Pero volvieron a teatro lleno. El baremo para el éxito estaba claro: al menos, igualar el retrogusto que dejaron con «Mammón». Ahí se vería si aquello fue flor de un día o ese sello canalla era la marca de calidad de la casa...
Y no tardaron en llegar los elogios: «Genial gamberrada». Sin duda, el universo de Nao y Marcel gusta, y mucho. ¿Por qué? Según Borràs, «porque son historias rocambolescas que invitan a hacer un viaje complejo [en este caso, un atraco a un banco]»; y, para Albet, «por su imaginario contemporáneo y un discurso que tiene que ver con nuestra generación y unos referentes que hemos bebido desde pequeños». Del cine, son los Scorsese, Tarantino, Spielberg y compañía los que han pasado por su tamiz, y, del teatro, tienen cosas de Castorf, Castelluci, Liddell, Ostermeier, Rodrigo García...
«Supongo que la mezcla de todo ello mueve al espectador y hace que resuene un lenguaje universal», y añaden: «No es que pensemos en todos al crear, sino que los tenemos interiorizados. Pero no solo gustamos a jóvenes –advierten estos autores, actores y directores–, nuestro componente lúdico es atemporal para todas las generaciones. Todo el mundo quiere ver a gente pasándolo bien que, además, transmite contenido y reflexiones».
No mienten en lo de pasarlo bien sobre las tablas. Sus montajes son una fiesta del «no hay cojones» y no lo ocultan. Sin embargo, la de «canallas» es una etiqueta que no termina de sonarles redonda «porque hay un respeto al escenario que, lejos de ponernos tensos, nos hace estar muy cómodos. Llevamos encima desde que éramos adolescentes. No hacemos esto para ser canallas. La energía nos sale así. No tenemos la seriedad de otros», justifica Albet.
Y desde luego que, desde el punto de vista formal, no son rígidos. Delante del público son esos canallas que no les gusta que les llamen. Saltan, chillan, ríen, bailan... Lo que se les apetezca. Si no, cómo se explica que les digan que sus montajes parecen salidos de «una gran fumada», recuerda Borràs sobre las palabras de un espectador. Ríen. Ahí está su gran valor: hacer que un montón de disparates cobren sentido al unirse. La única norma es «que la historia acepte la locura».
El próximo sinsentido ya lo tienen en la cabeza, aunque no lo sepan ni sus madres, anticipan: «Subirlas al escenario y morrearnos con ellas para hablar del complejo de Edipo». Pero eso ya será en el siguiente episodio, en «un montaje sobre nosotros. Los dos mano a mano con una autoficción metateatral sobre nuestra ruptura... Chan, chan, chan», cierran.