La historia de la música es de los marginados
En una obra muy inspiradora, Ted Gioia narra esta historia “subversiva” en la que demuestra que la música es antisistema por definición, pero que siempre acaba sucumbiendo al control del poder establecido
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Si en los próximos doce meses solo van a leer un libro sobre música, lean este: “La música. Una historia subversiva” (Turner). Porque la visión que el gran crítico de jazz e historiador Ted Gioia es realmente inspiradora y pese a su voluntad enciclopédica, o precisamente por eso, esta historia de la música cobra una apariencia de sortilegio. La tesis, por afrontarla cuanto antes, es que la música siempre ha sido el vehículo de expresión de los desposeídos y por lo tanto siempre ha sido antisistema. Y así, a lo largo de los tiempos, siempre ha tratado de ser domesticada por los poderes, por cierto, casi siempre con éxito.
El libro parte de los poderes mágicos de la música. En primer lugar porque, a diferencia del resto de formas artísticas como las novelas o la poesía, el arte figurativo o las formas más complejas como el teatro o el cine, en el caso de la música, ésta ya procedía de un ecosistema natural en el que los hombres vivían rodeados de sonidos formidables. Sonidos que, bien descodificados, aseguraban la supervivencia de los que mejor escuchasen. La música de las ramas de los árboles o de los arroyos y el resto de criaturas de la naturaleza ya contenían una canción. Así que empezar a construir las propias fue, según el autor, “como cuando Prometeo le robó el fuego a los dioses, la usurpación de una energía cuasi divina”.
Pero aún más, cuando los hombres comienzan a hacer música por primera vez, utilizan para sus tambores y sus flautas los huesos y los tejidos de criaturas muertas. Así pues, desde su nacimiento, la música forma parte del ciclo de la naturaleza. Cuernos, tripas y piel, procedentes de matanzas y sacrificios, que sirven para expresar el fervor tribal. Si lo pensamos bien, ni los sacrificios (sobre todo de los artistas mártires, como veremos) ni los fervores colectivos han cambiado tanto desde el hombre primitivo. Y, desde el principio de los tiempos, las canciones transmitían conocimiento y la experiencia, de los guerreros a los guerreros, de los cazadores a los cazadores, de los chamanes a sus fieles.
Sin embargo, en la niebla del pasado antes de la historia documentada, poco podemos saber de qué se cantaba o cómo. Los instrumentos quedaron, por supuesto. Pero tenemos que llegar al 570 a. C. para el primer hito revolucionario, clave de la historia, cuando la música se convierte en una cuasi ciencia. Fue, según Gioa, por obra de la personalidad más importante de la historia de la música, Pitágoras de Samos, quien codificó la música en una escala de notas, un avance tan radical como no se ha conocido ninguno hasta que llegó la digitalización. Sin embargo, Gioia pone el acento en un aspecto realmente interesante: con Pitágoras, la música se vuelve matemáticas, armonías y por tanto, una lógica. Pero no toda la música responderá a ese paradigma. Desde ese momento y para siempre quedará la división como una raya en la arena: al otro lado habrá música, como los trovadores, la percusión africana o el blues, fuera del sistema, que no responderá a las lógicas de la métrica.
De la misma manera, a lo largo de la historia siempre ha existido una tensión entre los temas de la canción. Ya desde los romanos, había una consideración de temas nobles y aptos para ser cantados (especialmente la guerra y la victoria) y otros, indignos por sentimentales (y sexuales), considerados femeninos, y que curiosamente son el paradigma de la música que se hace en el siglo XXI, es decir, que en términos musicales estamos más cerca de Mesopotamia que de la Grecia clásica. Gioa lo recoge así: “En la historia de la música hay un frente de batalla que reaparecerá, con sorprendente persistencia, durante siglos. Por una parte, nos encontramos con la música del orden y de la disciplina, que aspira a ser tan perfecta como las matemáticas y que disfruta de ciertas prerrogativas institucionales. Por otra, una música de emociones intensas que frecuentemente se asocia con la magia y los estados de trance y que se resiste a los intentos de control. De esta segunda clase, a veces solo sobreviven algunos indicios o fragmentos. Esto nos sirve para entender cómo la veían las élites culturales, o tal vez sería más exacto hablar de hasta qué punto la temían”.
A juicio del crítico, “nos han enseñado a pensar en el conflicto entre la alta y la baja cultura”, es decir, entre las armonías sofisticadas para orquesta y las melodías populistas de las masas, pero esa manera de entender el conflicto deja fuera de juego su reflejo social: “Las instituciones influyentes y poderosas del ámbito musical no existirían sin las fuerza que les proporcionan periódicamente las canciones indecentes que se esfuerzan por excluir”. Digamos que ese conflicto permanente es lo que mantiene viva y en movimiento la historia de la música y no es otra cosa que asimilar lo escandaloso y convertirlo en “oficial” como ha ido sucediendo en la música popular del siglo XX pero también mucho antes.
La iglesia lo comprendió rápido: desde la inclusión bastante difícil de explicar del Cantar de los Cantares y su contenido libidinoso en la Biblia hasta que el Vaticano intentó tomar el control de la ópera y poner su escandalosa música al servicio del Papa en 1630. En el seno dela propia iglesia, los cantos llamados después gregorianos eran una suerte de anatema hasta que pasaron a ser obra de un santo, cuando el Papa Gregorio así lo quiso de San Benito. Hechos que van en la misma estrategia que la fotografía de Elvis Presley en la Casa Blanca con Richard Nixon, que tuvo sus matemáticas réplicas en la de Michael Jackson con Ronald Reagan y de Kanye West con Donald Trump. El mecanismo siempre ha sido el mismo: las élites tratan de hacerse con el control de esa música pecaminosa y actual. Por eso, Gioia pide examinar la música como si se tratase de una investigación policial: “¿Por qué prosperó esta clase de música en este momento y qué clase de fuerzas ayudaron o dificultaron su ascenso? Es más cuando vemos cómo se celebraron cierta clase de canciones, debemos preguntarnos qué otras clases de música no superaron el examen”.
Gioia expone a lo largo de capítulos llenos de simbolismo, pasa por Platón y su aversión a la flauta frente a la virtuosa lira, entra en Aquitania, donde surgen los trovadores y los juglares (unos forajidos en sí mismos, gente de mal vivir) y donde el paradigma musical cambia radicalmente por el canto de las “quiyan”, las esclavas árabes que llegaban a través de la Península Ibérica, siguiendo el mismo camino, desde Bagdad a Europa, que hace el laúd, representado incluso en las “Cantigas de Santa María”. Los esclavos, de nuevo, los marginados, siendo fundamentales en la historia oficial. Y, como Gioia se pregunta, “¿cuántas de las óperas más aplaudidas y elevadas tratan de prostitutas, amantes adúlteras y amores prohibidos? No debemos olvidar que, por muy académicas que se vean hoy, fueron los espectáculos más provocadores de su tiempo”.
Pensaban que Keith Richards es malo, pero Bach pasó una factura a su iglesia por la cerveza consumida en dos semanas: 30 litros. Tuvo 20 hijos y se casó con una jovencísima cantante. De las extravagancias y el complicado carácter de Beethoven y de Mozart, de sus ataques de estrellas, también se ha escrito sobradamente. Y así va Gioia indagando en la raíz y las mentiras que se han escrito sobre la clásica contemporánea, el folk (estas dos ampliamente tergiversadas por el nacionalismo), el cabaret, el country, el jazz y el blues hasta llegar a la actualidad del algoritmo. Fue el blues quien se liberó de la tiranía de Pitágoras con sonidos que se negaban a ser notas y con melodías que no encajan en el paradigma de la notación musical: la guitarra eléctrica desafinó el universo.
¿Y qué decir de los lugares? Los enclaves más insanos de la Tierra han ejercido una influencia decisiva en el desarrollo de la música: Nueva York, Nueva Orleans, Venecia, La Habana, Liverpool o el Delta del Mississippi son solo algunos ejemplos del mejor arte floreciendo en la decadencia de imperios y naciones, por crisis políticas y sanitarias, pestes y plagas que dan origen a la mejor tragedia griega o al Renacimiento. En el Nueva York donde nace el rap, la esperanza de vida era más baja que en Panamá y el acceso al agua corriente, similar. Había un chascarrilo recurrente: “¿Cómo se va de la sede de la discográfica RCA al South Bronx, donde están los artistas raperos? Muy sencillo, le explico: no se va, porque es una necrópolis, una ciudad de muerte”.
Pero el blues fue el perfecto resumen en esta historia por muchos motivos. Emergido de un magma multicultural, cocinado en un entorno aislado y empobrecido incluso en sus épocas de cierto esplendor, y engendrado por multitud de padres, todos negros, hasta que un paleto como ellos, blanco, llamado Elvis Presley, lo llevó a la masa, no sin escándalo. Su patriarca, Robert Johnson, contenía todos los elementos: un pacto con el diablo y un sacrificio final con su vida. Pero de esta parte de la historia se ha escrito mucho y muy bien. Basta decir que toda la música popular se plegó al sistema tarde o temprano, a pesar de nacer en sus márgenes y de desafiarlo. Y que, en muchos casos, como los Sex Pistols o Kurt Cobain, de Jimi Hendrix a Tupac Shakur, exigieron grandes sacrificios rituales.