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El mosaico territorial del Sacro Imperio Romano Germánico

El prestigioso autor británico, Peter H. Wilson, aborda en su nuevo y apasionante libro, muy recomendable para los amantes de la historia, los orígenes, particularidades, recorrido y relevancia de este Imperio que llegó a convertirse en el territorio dominante de la Europa central durante prácticamente un milenio
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La Razón
  • David Solar

    David Solar

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Voltaire se burlaba del Sacro Imperio Romano Germánico diciendo que ni era Sacro, ni Imperio, ni Romano… La chanza tenía sentido en el siglo XVIII, cuando la milenaria institución estaba en declive, al punto de que el polifacético intelectual alemán, Samuel Pufendorf, lo percibía como “una monstruosidad” jurídica, degradada de “monarquía regular” a “organismo irregular”. No lo veían igual dos personajes clave del comienzo del siglo XIX, Napoleón Bonaparte, que codiciaba el título para añadirlo a su panoplia, ni Francisco II de Austria, quien, tras las victorias napoleónicas de Ulm y Austerlitz, decidió disolver el Sacro Imperio el 6 de agosto de 1806 para que el francés no lo consiguiera.
A Napoleón le contrario, pues Francia siempre se mostró coprotagonista de la creación del Sacro Imperio en cuyas raíces se hallaba Carlomagno y, por tanto, el título no sólo suponía más brillo en su corona sino, también, una legitimación, como último soberano de la estirpe del Imperator Romanum gubernans Imperium (Emperador que gobierna el Imperio Romano) titulatura adoptada por el gran caudillo franco a partir del años 800, que le proclamaba continuador del Imperio Romano. De todas formas, en el siglo XIX, todo eran ya oropeles antiguos. Los contemporáneos, como el cuarto presidente de los EE.UU, James Madison (1809-1817) buscando modelos para su federación, rechazaba el modelo del Sacro Imperio porque era “Incapaz de regular sus propios miembros, inseguro contra los peligros externos y agitado por la incesante fermentación de sus intestinos”. Lo veía, también, como un compendio de “estulticia, confusión y miseria generalizados”.
No fue mejor la idea que del Sacro Imperio se tuvo durante el siglo XIX y primera mitad del XX, pero todo ha cambiado porque, como asegura la historiadora austriaca Brigitte Mazohl-Wallnig: “El Sacro Imperio Romano-Germánico es el fundamento de la historia común europea. Debería, incluso, estar mucho más presente en la conciencia colectiva de sus ciudadanos de lo que, de hecho, está. Ayudaría a desembarazarnos de esas lentes de ‘Estado nacional’ a través de las cuales observamos ahora la Historia” (Dw-World 28-8-2006).
Y abundando en ese antecedente de la actualidad europea, el historiador Javier Paniagua, comentando un libro del jurista y exparlamentario europeo Francisco Sosa Wagner, opina: “Es entonces cuando se dirimen las estructuras políticas y sociales del mundo contemporáneo y, de alguna manera, se ponen las raíces de las polémicas políticas de nuestro tiempo. Los conflictos políticos y los debates teóricos de ellos derivados tienen sus orígenes en esa época (…) El conglomerado que representó la estructura del Sacro Imperio fue un elemento para reflexionar y decidir de qué manera podían resolverse las disparidades entre los diferentes territorios que forman parte de un conjunto en que las diversas partes buscan consolidarse como Estados en una época en que los movimientos nacionalistas comienzan a despuntar”.
Examinando en profundidad aquel fenómeno llega a los anaqueles de las librerías, “El Sacro Imperio Romano Germánico. Mil años de Historia Europea”, (Desperta Ferro), obra del Historiador británico Peter H. Wilson, distinguida figura de la Universidad de Oxford, que escribe en el prólogo: “El Imperio perduró más de un milenio, más del doble que la misma Roma imperial y abarcó gran parte del continente” y más adelante: “La Historia del Imperio no es una mera serie de numerosas y diferenciadas historias nacionales sino que conforma el núcleo del desarrollo general del continente”.
Esta historia comenzó en la segunda mitad del siglo VIII cuando la protección bizantina del Papa y sus dominios temporales -la franja central de Italia, llamada Patrimonio de San Pedro- casi había dejado de existir; peor aún: Constantinopla no protegía Roma del acoso de los longobardos pero exigía tributos e intervenía en los asuntos religiosos occidentales. Constante II fue el último monarca bizantino que visitó Roma; su campaña contra los longobardos fue desastrosa, pero regresó a Bizancio cargado de botín: centenares de obras de arte requisadas y los dineros recabados para defender unos territorios de los que se olvidó al salir de ellos.
Los longobardos terminaron con la influencia bizantina en Italia, lo cual obligó al Papa a imitar a los emperadores romanos de la decadencia: aliarse con un pueblo bárbaro poderoso a cambio de protección. Así, el Papa Zacarías zanjó una disputa dinástica en el Imperio franco -las actuales Francia, norte de España y gran parte de Alemania y Europa Central- coronando como rey a Pipino el Breve y éste llevó la guerra a Lombardía aliviando su presión sobre Roma. Como los longobardos volvieran a la carga tras la muerte de Pipino, su heredero, Carlomagno, asumió la defensa del Patrimonio de San Pedro y terminó con el reino de Lombardía.
En esa época fue elegido un nuevo papa, León III -al que Peter Wilson califica como “uno de los ocupantes más taimados del trono de San Pedro”- quien se acercó al poderoso Carlomagno comunicándole su designación como cabeza de la Iglesia, deferencia que se le reservaba al emperador bizantino. Al tiempo, le envió las llaves del sepulcro de San Pedro y un estandarte pontificio, lo que le ponía bajo la protección del rey franco.
En el estrechamiento de relaciones fue decisiva la lucha por la silla de San Pedro: una facción que aspiraba al papado acusó a León III de “perjuro y adúltero”, lo apresó y encerró en un convento. Carlomagno: le liberó y le repuso, dejando en suspenso el pleito hasta que él pudiera trasladarse a Roma, cosa que hizo en noviembre del 800. Allí presidió un sínodo donde escuchó las acusaciones y la defensa. Como nada quedara muy claro, León III juró en víspera de Navidad que era inocente y Carlomagno, le creyó, con buenos motivos: el 25 de diciembre, día de Navidad, León III coronó a Carlomagno como Emperador. La coronación tendría un amplio significado para Carlomagno: consolidaba su dominio sobre Italia; lideraría la cristiandad junto al Papa; suponía que la consagración le reportaba el título de “emperador romano”; y si la autoridad proviene de Dios, como era doctrina tradicional, la imperial quedaba legitimada y sacralizada: de ahí “Sacro Imperio…” y, por un leve lapso de tiempo, también “romano”.
“El renacimiento carolingio” proporcionó un mejor conocimiento de Roma y su legado entre la alta sociedad y el clero francos y el título romano fue timbre de prestigio, pero su utilización irritaba a Bizancio, que lo consideraba suyo y, además, la aristocracia franca estimaba que las ruinas de Roma y el recuerdo de su imperio nada añadían a su poder y que si bien su legislación y cultura hundían sus raíces en Roma su presente era muy pobre, por tanto, no valía la pena sobre todo si creaba enemistades en la cristiandad enfrentada al Islam. La pérdida del título sobrevino tras la muerte de Carlomagno y de la división de su imperio entre sus hijos.
Siglo y medio después se consolidó otro poderoso Imperio en Europa, el de Otón I, cuyos límites coincidían aproximadamente con los de la actual Alemania, Austria, Países Bajos y Chequia. En Italia reinaba un bisnieto de Carlomagno, Berengario II, que tuvo la ilusión de emular a su famoso antepasado y, aprovechando las disensiones internas de Roma, la debilidad pontificia y el desastroso papado de Juan XII, trató de apoderarse del Patrimonio de San Pedro. Según varios testimonios de la época, Juan XII era un fornicador compulsivo y, aún peor, el historiador británico E.R. Chamberlin, le considera “un Calígula cristiano cuyos crímenes fueron particularmente horribles por el cargo que ocupó”, pero tonto no debía ser porque corrió a pedir ayuda a Otón I, con la promesa de coronarle emperador. El germano invadió Italia, depuso a Berengario, repuso a Juan XII y fue coronado emperador el 2 de febrero del 962.
Había nacido el Sacro Imperio Romano Germánico, aunque esas titulaciones se irían añadiendo con el tiempo (“Sacro”, en el siglo XII y toda la fórmula, en el XIII). Cambiaron los emperadores (55 desde Carlomagno a Francisco II de Austria), las dinastías (desde los Carolingios a los Habsburgo) y se sucedieron los esplendores y las miserias, pero aún era importante un milenio después de la coronación de Carlomagno. Ese lapso temporal dentro de la construcción de Europa tiene en la obra de Peter H. Wilson su completa reconstrucción histórica. Un libro relevante y apasionante, pero no es un libro ligero: un gran trabajo histórico, político, jurídico y cultural, con gran respaldo cartográfico, crítico, bibliográfico y cronológico. Para los amantes de la Historia, una gozada.

La influencia de España en el Imperio

España contó con dos emperadores del Sacro Imperio Romano Germánico (SIRG) hijos de Juana I de Castilla (La Loca) y de Felipe de Habsburgo (El Hermoso), que lo heredaron de su abuelo paterno, Maximiliano I de Habsburgo (1508/1519). Carlos I, rey de España con 16 años, a partir de 1516, recibió la herencia de Maximiliano tras la muerte de este en 1519, que conllevaba el trono del SIRG.
Fue una herencia muy costosa para España, que hubo de soportar buena parte de los cuantiosos gastos y compromisos de tal dignidad, entre otros la perpetua rivalidad con Francisco I, que también la ambicionaba. Carlos fue coronado Rey de Romanos en Aquisgrán y reconocido como emperador del SIRG en 1522, aunque hasta el 23 de febrero de 1530 no fue solemnemente coronado por Clemente VII en la catedral de Bolonia. Abdicó en su hermano Fernando de Austria en 1555.
Fernando, ratificado como emperador en 1558, fue coronado en Fráncfort e hizo su entrada imperial en Viena el 14 de abril. Paulo IV, aliado con los intereses franceses en Italia, tardó en reconocerle hasta 1559 y no le coronó emperador a causa de esa disputa y de la no menor de los acuerdos de Fernando con los protestantes, en contra de los intereses del papa. La ruptura de la secular costumbre terminó con las coronaciones papales del emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.

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