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Cuando Mark Twain se saltó la cuarentena para ver el Acrópolis

En medio del tercer brote de cólera del siglo XIX, el escritor se embarcó en un crucero para pisar Tierra Santa y ni el confinamiento en el que vivían algunas ciudades pudo evitar que cumpliera su hoja de ruta
The New York Public Library

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Era 1867 y que el mundo estuviese patas arriba por tifus, púrpura maligna y otro buen número de epidemias no iba a ser un impedimento para que el joven periodista Samuel Langhorne Clemens se decidiera a cruzar el Atlántico. Ni siquiera le detuvo que en su destino, Europa, se estuviera pasando por el tercero de los cuatro brotes de cólera de ese siglo. A este buen hombre, que pasaría a la Historia como Mark Twain (1835-1910), se le metió en la cabeza que quería pisar Tierra Santa y eso que hizo.
El 8 de junio, el “padre” de Tom Sawyer y Huckleberry Finn se embarcaba en un vapor que años atrás había servido al ejército de la Unión durante la Guerra de Independencia norteamericana, el "Quaker City”, ahora reutilizado como un crucero llamado a completar la ruta entre Nueva York y el extremo más oriental del Mediterráneo, mar Negro incluido y con parada en las Azores, Gibraltar, Italia, Grecia, Estambul...
La sombra del cólera fue una constante durante el viaje. Si, por entonces, Galdós escribía que en la noche madrileña solo se escuchaban los golpes de los martillos en la fabricación de los ataúdes, Twain recogió que en el norte de Italia se producían fumigaciones preventivas. También al sur, en Nápoles, donde escribió que el objetivo allí era poco menos que no morir. Anécdotas y vivencias que fue recogiendo en las cartas que enviaba a sus allegados y, sobre todo, en “Inocentes en el extranjero”.
Paso a paso, el escritor fue completando su periplo hasta que llegó a Grecia. Allí el objetivo era claro: ver el Acrópolis. Pero con lo que no contaba el de Florida era con los once días de cuarentena que debían cumplir los forasteros para poder pisar tierra. Un tiempo que no tenía, pues el barco zarpaba hacia el Cuerno de Oro a la mañana siguiente. Sintió algo más que “decepción”. “¡Estar tan cerca y no poder ir!”, se lamentó por un momento, porque, según se acercaba la noche, se estaba trazando el plan. Twain y otros tres compañeros de viaje se las apañarían para bajar del "Quaker City” y recorrer los 15 kilómetros que tenían hasta su meta.
Sobre las once, con la mayoría de la tripulación en la cama, cuatro de los pasajeros iban a saltar del barco. La bruma ayudó a coger dos pequeños botes. Se separaron en dos parejas. “Me sentía como si fuéramos a robar”. Y razón no le faltaba, porque el castigo por saltarse las medidas establecidas en el Pireo llegaba a los seis meses de prisión. Apenas se cruzaron con gente por el camino. Solo un hombre, que los miró, “aunque no dijo nada”. Más ruidosos fueron los perros, “siempre a nuestros pies (...) Tuvimos hasta diez o doce a la vez”, contaba. Fue tal la escandalera que los que se quedaron a bordo reconocieron que podían seguir su progreso por un tiempo.
Cuando, por fin, pasó las primeras casas, el grupo se topó con el campo. No había ningún camino, por lo que tiraron colina arriba en busca de alguna referencia del Acrópolis. Tierra, piedras, terrenos arados... Campo a través. Un “trail” lo suficientemente cansado como para que agradecieran a todos los dioses de la Antigua Grecia el toparse con unas cuantas vides: “En cinco minutos teníamos un montón de racimos de uvas grandes, blancas y deliciosas”. Hasta que oyeron un grito y se fueron del mismo modo que habían llegado hasta ahí.
“¡Pronto llegamos del borde de la colina y la ciudadela, en toda su magnificencia en ruinas, estalló sobre nosotros!”. Cruzaron el barranco que les separaba del Partenón tan rápido como pudieron. “Cruzamos un patio, entramos por una gran puerta y nos paramos sobre un pavimento de mármol blanco, muy desgastado”. Ante ellos, a la luz de la luna, que ahora sí inundaba la noche, se alzaban ante ellos “las ruinas más nobles que habíamos visto: un pequeño Templo de Minerva; el Templo de Hércules y el gran Partenón...”.
Relucían las estatuas blancas de hombres y mujeres, apoyadas contra bloques de mármol, algunas sin brazos, otras sin piernas y otras sin cabeza, ¡pero todas (...) sorprendentemente humanas!”, recordaba Twain. Pasearon ensimismados hasta el borde de las elevadas almenas y miraron hacia abajo: “¡Qué visión, Atenas a la luz de la luna! La ciudad estaba inundada con la luz más suave que había salido de la luna y parecía una criatura viviente envuelta en un sueño tranquilo”.
Y, en esas, la noche ya había pasado. El amanecer estaba cerca y debían volver. Desandaron el camino y "cuando los primeros matices enrojecían el cielo del este y convertían el Partenón en un arpa rota colgada en el horizonte perlado, llegaron a la orilla del mar, junto a los botes. Remaron en silencio, subieron a bordo y, ya sí, estaban a salvo de las autoridades. Mark Twain había cumplido un sueño y sumaba material para ese “Inocentes en el extranjero” que publicaría dos años más tarde.

Los delirios de Twain en Sevilla

En una carta a su familia, fechada el 24 de octubre de 1867, Mark Twain describe la España que se encuentra en el viaje de vuelta: “Es exactamente el país que dejaron Don Quijote y Sancho Panza (...) La gloria de España debió de ser cuando estaba bajo el dominio árabe". Alucinaba con el arte de la época. Además de contar sus paseos en calesa, desmenuzaba un recorrido que le llevó hasta Sevilla, donde se topó con su Álcazar, lugar cuyos “patios y jardines siempre serán un delirio en mi memoria”, firmaba desde Cádiz.