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El día que la humanidad descubrió que el infierno existía

El 27 de enero de 1945, las tropas soviéticas liberaron Auschwitz. Lo que encontraron superó cualquier idea del horror
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A mediados de enero de 1945, las tropas soviéticas superaban las posiciones nazis y el 27 de enero entraron en un recinto con torres de vigilancia y cercado por vallas, postes eléctricos y alambre de espino. Un lugar desconocido para ellos del que ignoraban su existencia y que recibía el nombre de Auschwitz. Nadie había advertido a esos pelotones, bregados en el fuego de primera línea, qué iban a encontrar en aquel lugar ni cuál era su función, pero nada más adentrarse en su interior descubrieron que aquella guerra se libraba en dos frentes completamente diferentes: la vanguardia, donde se combatía y los generales dirimían sus estrategias, y la retaguardia, donde se ejecutaba la ideología nazi al pie de la letra y se procedía al exterminio sistemático de milones de personas. El primer ruso que entró en el recinto fue el oficial soviético Anatoly Shapiro. Sus palabras siempre se han considerado muy reveladores. No solo es el testimonio del día de la liberación, que ahora se celebra de manera anual, sino, también, el relato vivo y sin enmascaramientos del asombro, la estupefacción y el horror que le causó, después de haber presenciado el infierno de mil batallas, lo que vio allí dentro. Los alemanes, conscientes del derrumbamiento de sus filas ante el empuje de las divisiones de Stalin, habían intentado ocultar las pruebas de los asesinatos que habían cometido en este campo de concentración desde su apertura en junio de 1940 (el periodo de mayor actividad fue 1944). Ante las órdenes que reciben de Berlín, los soldados procedieron a borrar las evidencias que pudieran involucrarlos en los crímenes que habían llevado a cabo con impunidad durante los últimos años. Y, en esa misión, también intentaron eliminar las pruebas más evidentes: los prisioneros. En los días previos a la llegada de los soviéticos reunieron a cerca de 56.000, los que todavía estaban en condiciones para caminar, y los trasladaron al interior. Es lo que después se vino a llamar la «marcha de la muerte», que costó la vida a un mínimo de 9.000 víctimas, aunque algunos historiadores elevan esa cifra a 10.000. Solo dejaron atrás a los individuos enfermos, los que estaban a punto de fallecer o presentaban un estado de salud tan debilitado que no merecía la pena cargar con ellos. Un conjunto de alrededor de 7.500 almas que abandonaron sin ninguna clase de consideración, desprovistos de asistencia médica, sin cuidados ni tampoco provisiones para comer: simplemente los entregaron a su buena o mala suerte.
La primera impresión
Ellos fueron los individuos que encontraron Anatoly Shapiro y sus hombres. Lo primero que sintieron al aproximarse a Auschwitz fue un fuerte olor, un hedor tan grande que muchos combatientes solicitaban a sus mandos que los relevaran de sus funciones. Pero Shapiro se mantuvo firme y prosiguió con su misión. Lo que abrieron entonces, justo después, no fue un centro para confinamientos o juntar reclusos, sino las puertas del infierno. A su paso veían cientos de ropas andrajosas esparcidas por el suelo, individuos reducidos a esqueletos, niños que huían de ellos. Los soviéticos intentaron hablar con los supervivientes, que les explicaran algo, pero apenas fueron incapaces de responder a sus preguntas o decir algo. Solo eran piel y hueso, individuos reducidos a la luz de unas miradas extenuadas, la mayoría de ellos enfermos o a puntos de morir. Los alemanes habían destruido las cámaras de gas, pero las pruebas de lo que habían hecho asomaban por todas partes: miles de gafas, maletas, montones de pelo humano y cientos de latas, usadas o no, de Zyklon B, que se empleó para gasear a miles de inocentes. Los cadáveres se quemaban y los huesos que no quedaban carbonizados se machacaban. Las cenizas se arrojaban a dos lagunas de las inmediaciones o al río Vístula. Todavía hoy, pueden verse cenizas humanas en los crematorios y las parrillas. Los rusos, incrédulos, accedieron al barracón donde se habían realizado los experimentos médicos, cerca del pabellón dedicado a las mujeres, donde precisamente vieron docenas de muertos y una suciedad indescriptible que se mezclaba con heces y restos humanos. Los soviéticos comprendieron en qué consistía Auschwitz. Sus intentos de alimentar a los internos resultaron en vano, porque la comida agravaba su estado. Ese día la historia descubría en qué había consistido en realidad el Tercer Reich.