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Maldito expresionismo abstracto

El Museo Guggenheim de Bilbao reúne 130 obras en una muestra que repasa a los artistas, en ocasiones con vidas dramáticas, que marcaron este movimiento.
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El Museo Guggenheim de Bilbao reúne 130 obras en una muestra que repasa a los artistas, en ocasiones con vidas dramáticas, que marcaron este movimiento.
Ni todos eran norteamericanos ni todos eran hombres. Muchos ni siquiera procedían de Nueva York y hasta hubo alguno que orilló la pintura para explorar la escultura. El expresionismo abstracto, que eclosionó en la década de los años 40, todavía plantea dificultades a la hora de determinar la nómina de artistas que integraron este movimiento, revalorizado en las casas de subastas y elevado al terreno de lo mitológico gracias a la celebridad, por ejemplo, de William de Kooning o Jackson Pollock, uno de esos creadores marcado por el eco de su propia leyenda. Si existe un consenso evidente sobre una serie de renovadores que protagonizaron esta corriente esencial del siglo XX (Mark Rothko, Barnett Newman, Robert Motherwell o Clyfford Still, entre otros), también pervive en sus márgenes una fluctuante nebulosa de nombres que no terminan por definirse y entrar de manera definitiva en la esfera de este hito del arte moderno. Ahora, el Museo Guggenheim de Bilbao intenta romper con los tópicos sobre este conjunto de innovadores que subsiste en el imaginario popular con la exposición «Expresionismo abstracto», un montaje procedente de la Royal Academy de Londres, que aborda el canon y que, a la vez, se asoma a sus indefinidos contornos. La muestra, la primera de este tamaño y de esta ambición que se inaugura en nuestro país, ha reu-nido 130 obras, algunas de ellas de monumentales medidas, se retrotrae a los mismos orígenes de este hito, cuando el cubismo y el surrealismo ejercía su influjo en esta pléyade de artistas que buscaban un camino diferente para expresarse. Arshile Gorky, protector de De Kooning y un espíritu emocional, de una silenciosa conflictividad interior, se convertiría en el nexo entre los grandes maestros y este ansioso y nuevo ejército de jóvenes dispuestos a destronar a los viejos patriarcas del arte. Con él se abre el recorrido por las salas del Guggenheim y, también, comienza el malditismo que persiguió a estos artistas a lo largo de su intenso y frenético recorrido.
Gorky, que sufrió un grave accidente de tráfico y presenció, con un terrible efecto adverso para su equilibrio emocional, como un incendió devastó su estudio, acabaría ahorcándose en 1948. Las pinturas de su último periodo, impregnadas de unos tonos cada vez más fríos, parecían preludiar este desenlace. Su gesto, hoy, es casi una premonición de la suerte que correrían otros de sus compañeros. Jackson Pollock fallecería en un accidente de tráfico y Mark Rothko, que padecía duros periodos de depresión, acabaría suicidándose en 1970 (sus últimas obras, igual que había sucedido en el caso de Gorky, también se habían tornado cada vez más intimistas y oscuras).
Rebeldía estética
Estos episodios están enmarcados en unas biografías sacudidas por el alcoholismo y sus míseras condiciones de creación (mientras obtuvieron reconocimiento, muchos sobrevivieron gracias al apoyo económico que les dispensaban sus parejas). La venta de un cuadro, para este grupo de artistas –algunos acostumbrados a robar la electricidad de las casas vecinas o habituados a tomar la decisión de comprar cigarrillos o alimentos para comer, porque no les llegaba el dinero para ambas–, suponía un evento que celebraban sobradamente con tabaco y una abundante cantidad de licores. Aunque ahora el cine les dedique algunos «biopic» o sus inmensos óleos aparezcan reproducidos en infinidad de espacios, la realidad es que los museos y los críticos aceptaran su rebeldía estética. Con sus telas inmensas, de una monumentalidad que casi forma una característica común de todos ellos, sus campos de manchas de colores y unas técnicas radicales y novedosas (el llamado «action painting»), estos hombres cambiaron el curso de la pintura. Pero su innovación y ruptura no resultó sencilla. Tuvieron que luchar y tuvieron que posicionarse, como demuestra la existencia de una fotografía tomada en 1951 y que hoy es conocida por el nombre de «Los irascibles». Esta imagen, en la que aparecen retratados muchos de ellos, fue su particular protesta contra «la visión reaccionaria de la pintura americana contemporánea que había mostrado el Metropolitan Museum of Art, como afirma David Anfam en el catálogo de la exposición.
Hoy los lienzos de estos creadores, están cada vez más cotizados en las casas de subastas, pero co-mo demuestra ahora el recorrido del Museo Guggenheim, aunque su batalla por la aceptación pública fue común en ellos, sus estilos y sus rasgos son diferentes. Nada tiene que ver Rothko con Pollock; ni el blanco y negro de Franz Klein con la indagación de lo femenino que existe en William de Kooning; ni las conocidas «cremalleras» de Barnett Newman con la influencia indígena que permean los óleos de ese «outsider» que fue Clyfford Still (que cedió casi toda su obra a la ciudad de Denver y de donde proceden varias obras de él) o las esculturas de David Smith.