Julio Iglesias, una vida llena de ligerezas por Ignacio Peyró
El escritor traza una semblanza comprensiva que empatiza con un cantante prácticamente descatalogado pero que sigue siendo la mayor estrella española de la historia


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En la biografía de Ignacio Peyró aparecen muy pronto las principales paradojas de la vida de Julio Iglesias. Tan pronto como en el año 1973, cuando apenas era una estrella que gateaba, el hombre de «Gwendolyne» ya padece: «A Julio se le ha dado, en su propio país, un afecto ligeramente rebozado de condescendencia. Se le ha querido mucho pero también se le ha perdonado mucho la vida», escribe Peyró en las páginas de «El español que enamoró al mundo», una semblanza más periodística que académica, que busca captar los claroscuros de una figura tan desmesurada como escasamente explicada en España. Una ambivalencia que marcó su carrera artística como una punzada ácida. «Uno puede pasearse ante los misterios de la vanidad humana –escribe Peyró–: cincuenta mil personas se derriten ante ti, pero te crispan los miramientos que te pone un gacetillero», apunta sobre el pecado original del madrileño: «Julio ha tenido una aguda conciencia de sí mismo que está, por supuesto, fatalmente ligada a la vanidad. Por esa conciencia de sí ha sabido bien de su voz ‘‘pequeña’’ –en ese año 73 ya le acusaban de ‘‘falta de facultades’’– y ha podido reconocer sus límites con realismo. Mientras, por su vanidad, ha llegado a acusar, aún más que las críticas, las suficiencias y los desdenes». El cantante acumuló un sordo deseo de desquite con su patria chica, incluso cuando era y ha sido el único capaz de triunfar en EE UU, la Unión Soviética, la China popular y hasta en el desdeñoso Reino Unido.
Julio Iglesias ha pasado ya a la historia como el tótem universal de la música ligera y la biografía de Peyró aplica esa máxima de ligereza para tratar su dimensión humana. El autor de «Ya sentarás cabeza» privilegia una semblanza literaria en detrimento de la investigación minuciosa de los hechos, busca captar el arco vital más que el detalle de los acontecimientos. No descubre ningún hecho trascendente, pero sortea la habitual morralla de las investigaciones «serias» y soporíferas. Es la virtud de su semblanza: que es lúcida y estupendamente escrita, ligera, decíamos, como una balada y una copa de blanco.
Asistimos, pues, al nacimiento de una estrella que es más bien un joven desnortado, fracasado en sus ambiciones deportivas y sin demasiado encanto. Pero con bastante suerte, como se encarga de recordar Peyró: su primera participación en Benidorm tiene lugar gracias a la hepatitis del galán que iba a cantar su canción. El poderoso Quique Herreros le apadrina «con una punta de asquito». Iglesias era un cantante (no un cantautor) y olía más a Régimen que a éxito: no era de izquierdas, como «le convenía». Pero Julio se encontró un bombazo (¿es el azar?) con «La vida sigue igual», película y canción que apestaban a «status quo» pero que definen el molde. Porque, como recuerda Peyró, «podemos alabar la virilidad serena de José Luis Perales, pero cuando los hombres bebían brandi y fumaban tabaco negro, venderse como un mandril macho no planteaba mayores conflictos a la moral social». Fue el inicio de un arma de seducción de masas. Con la muerte de Franco, su disco «El amor» (y esa inolvidable silla de mimbre) le convierten en «sex symbol» de la hispanidad y obtiene fuera lo que le niegan dentro de España: un «protectorado interpretativo» para hacer lo que quiera, ya sean boleros, rancheras o simplemente una versión de sí mismo en cualquier idioma del planeta. Y llega su histórico divorcio, ese que le catapulta a la leyenda de conquistador de somieres mientras se coloca en la jungla del «star system» internacional. Cierto que, ya asentado en la jet set, el cantante apareció vinculado a la Valencia del pelotazo y la corrupción, así como la Marbella de los escándalos urbanísticos, pero ambos asuntos aparecen tratados también «con ligereza». Y es que solo con ligereza se sube muy arriba.