El Cid, la leyenda del buen guerrero
La dimensión legendaria de la figura de Rodrigo Díaz de Vivar, aguerrido caballero que sirvió a Sancho II y luego a Alfonso VI, sigue resultando enorme y causando un gran impacto en la actualidad
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La épica tiene sus mitos y todos ellos suelen tener un pie en la historia. Las brumas de la historia engendran el mito y si no que se lo digan al mitómano Schliemann que, convencido de la historicidad detrás de la guerra de Troya (cosa que ya sabían Heródoto y Tucídides), descubrió los tesoros del mundo llamado «micénico» en torno a las ciudadelas de Troya y Micenas. Cuando no se historiza el mito, a menudo, más allá de las oscuridades de este, hay a menudo una lejana historia, o a veces no tan lejana. El «Cantar de los Nibelungos» oculta las luchas de los clanes germanos, el «Beowulf» un nebuloso mundo de ordalías anglosajonas y la epopeya bizantina del Digenís Akritas la pugna tenaz entre árabes y cristianos de Oriente.
La sociedad de frontera es idónea para este tipo de héroes de historia mitificada, como se ve en las marcas carolingias, con epopeyas medievales de índole popular y trasfondo histórico, como el «Cantar de Roldán» y entre nosotros, sin duda, el «Cantar de Mío Cid», ejemplo más conspicuo de la sublime intersección entre literatura, mitología nacional e historia. Quiso la ciencia literaria del folklore y la mitología, que nació a comienzos del siglo XIX, época auroral de toda fabulación y lingüística comparada, que hubiera un «genio popular» depositario del gran río de la literatura desde tiempos inmemoriales y que fuera el responsable de las más altas creaciones del espíritu humano. No en vano, la mayor parte de este tipo de poemas narrativos es anónima. No hay que creerse la fantasmagoría del «espíritu del pueblo» romántico-nacionalista (Volksgeist), que pululó por doquier en la Europa del momento, pero sí que se constata la espléndida criatura que surge de la fusión de mito, folklore e historia en la épica popular a lo largo y ancho de la geografía europea en la etnogénesis de los pueblos del Viejo Continente. Tal es el caso del «Cantar de Mío Cid» y de todos los romances que se generan a la lumbre de este gran héroe castellano. La historia ha sido suficientemente investigada, y también la literatura, por nuestros grandes sabios de cabecera, como Menéndez Pidal. Es el trasfondo está la figura real de Rodrigo Díaz de Vivar, caballero que sirvió a Sancho II y luego a Alfonso VI, con quien pronto tendría desencuentros hasta ser desterrado dos veces.
En el primer destierro serviría a la taifa de Zaragoza y luego, tras una breve reconciliación, pasaría a campear por Levante hasta conquistar Valencia, donde seguramente murió en 1099. Pero su dimensión legendaria es enorme y nos interesa más aquí: sobre la base del desencuentro histórico entre caudillo y rey se trenza la maravillosa épica popular salmodiada con la que los rapsodas de la época recorrieron las Españas, desde el mundo navarro-aragonés hasta el castellano, causando un tremendo impacto. La composición en tres cantares refleja la típica estructura tripartita de las epopeyas patrimoniales.
El primer cantar, el del destierro, conmovedor en sus acentos tristes por la prohibición de dar posada al héroe (la célebre escena de la niña), incluye el refugio de la familia del Cid en sagrado y prosigue con sus hazañas en tierras musulmanas. El segundo cantar, que se inicia con la conquista de Valencia, contiene las bodas de las hijas del héroe con los turbios infantes de Carrión, aludiendo acaso a la etapa de reconciliación con el rey, en cuya mediación está la infortunada alianza matrimonial. El tercer cantar es el del deshonor de los infantes, su burla y célebre venganza en la «afrenta de Corpes», y acaba con el clamor de justicia del héroe, la devolución de la dote y la ordalía que finaliza con la anulación de las bodas y la restauración de la honra del Cid. Frente a otras epopeyas populares, todo gira en torno al tema de la honra del héroe, primero ganada, luego perdida y al fin restaurada en varios ciclos. Salvo la aparición del Arcángel San Gabriel al Cid y el león que se le humilla ante él, pocos son los elementos oníricos y fantásticos. Hay más bien un canto sincero a la excelencia guerrera y moral de un héroe que se mide con enemigos externos e internos, estos de linajes superiores, y que prevalecerá gracias a su tesón y carisma. Su figura de leal guerrero, padre y conquistador por excelencia es clave como afirmación de la ética del buen caballero que conformará para siempre la tradición heroica hispánica.