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«Jóvenes corazones desolados»: Richard Yates sin anestesia
«Jóvenes corazones desolados» (RBA) vuelve a tratar el asunto fundamental de la literatura de Richard Yates: el final del amor. Una reincidencia que le costó críticas en el momento de su publicación, pero que puede entenderse como una gran virtud

Cuando en 1984 apareció «Jóvenes corazones desolados», sexta y penúltima novela de Richard Yates (Nueva York, 1926-1992), sucedió lo que solía suceder desde hacía ya demasiado tiempo. Loas a su precisión realista, advertencias al lector por las profundas y ahogadoras tristezas de lo que allí se exhibía, y más o menos velados reproches al autor por volver a ofrecer más de lo mismo. A saber: la radiografía con metástasis de un matrimonio terminal.
En las páginas de The New York Times el crítico de prestigio y cuidado Anatole Broyard fue aún más lejos a la hora de castigar a alguien que había comenzado siendo joven y refulgente promesa y había acabado siendo, apenas, un «escritor para escritores» asfixiado por la sombra de los benditos Hemingway y Fitzgerald y de los malditos Dick Diver y Francis Macomber. Para Broyard –y su reseña , dicen, fue el tiro de gracia para que el autor en desgracia cayera en un abismo de alcohol y cigarrillos y enfisema y entradas y salidas de hospitales y trabajos temporales como profesor, caída en picado que ya no remontaría–, Yates se había quedado sin temas ni ideas. Y su novela era algo así como un estribillo repetitivo y casi inaudible en busca de una canción que lo contenga y abrace.
Con elegante brutalidad
Con el tiempo –no sería redescubierto y canonizado hasta diez años después de su muerte, tras ser extáticamente invocado en «Hannah y sus hermanas», de Woody Allen, o haber inspirado a un inestable personaje en «Seinfeld»–, el mismo Yates terminó renegando de la novela, considerándola «una telenovela para cumplir con un contrato». Richard Price –quien lo trató por entonces como alumno y colega– describió así a Yates: «Estaba amargado. Tenía todo el derecho a estar amargado. Estaba realmente amargado».
«Jóvenes corazones desolados» también.
Aquí y ahora, «Jóvenes corazones desolados» –de la que hubo traducción en Argentina, en los 80, como «El salvaje viento que pasa»; ambos títulos salen de los versos de «Mirando las embarcaciones en San Sabba», de James Joyce– está apenas por debajo de esa cumbre que es «Las hermanas Grimes» (1976) y muy por encima de la debutante y consagratoria «Vía revolucionaria» (1961), a la que revisita y mejora con elegante brutalidad y sin precavida anestesia.
Lo que narra aquí Yates, con genio sofocante, es la larga inercia del desamor
Porque en esta nueva encarnación de aquellos muy trágicos Frank y April Wheeler no existe ni siquiera el «consuelo» final de una tragedia irreparable con aborto y muerte que dé algún sentido épico a sus vidas. Por el contrario, lo que aquí impera es una ácida comicidad con el lector (que no puede dejar de mirar con curiosidad entre culposa y regocijada) suplantando todo aquello. Y poco y nada les sucede al macho alfa, veterano de la Segunda Guerra Mundial y aprendiz de poeta que nunca llega a maestro Frank Davenport (transparente y más que algo autoindulgente álter ego de Yates) y a su esposa, la rica heredera con (como la difunta April) pretensiones artísticas Lucy Davenport Blaine.
Frases como lápidas
Frank desprecia y envidia y solo parece preocuparle demostrar en público la musculatura abdominal de quien alguna vez fue campeón de boxeo universitario y que ahora pasa el rato –entre soneto frustrado y soneto frustrado– desafiando a desconocidos en las fiestas para que golpeen con fuerza su vientre y comprueben su dureza de hombre de acero. Y Lucy fantasea y abandona y entra y sale de proyectos que siempre se quedan en planos mal abocetados o, a lo sumo, en alguna endeble y mal plantada maqueta. Y uno y otra se enamoran. Burgueses con ilusiones de acomodada y segura bohemia en el Village neoyorquino. «Mad man» y «crazy woman» cuyas transgresiones son apenas las que permiten un férreo manual de buenas costumbres y, enseguida, los protocolos de barrios residenciales siempre «on the rocks».
Se aman, se casan e inician el lento y arduo ascenso de una montaña en cuya cima no les espera otra cosa que el superpoblado cementerio del amor. Frases como lápidas, la terrible oportunidad de contemplar y leer sus epitafios en vida, y la recurrencia de episodios como losas en los días y noches nunca suavesni tiernas de dos zombis que, a lo largo de tres décadas y demasiados años, no se soportan pero que tampoco pueden separarse del todo, mientras entran y salen de camas adúlteras y divanes psiquiátricos y se contemplan el uno al otro, en círculos más abiertos o cerrados, pero siempre infernales.
Alrededor de los Davenport, sexo (regular), y alcohol (mucho) y frustraciones
Y es en este constante y arrítmico ritornelo de «Jóvenes corazones desolados» –en su momento considerado defecto pero, para mí, una de sus más grandes virtudes y al que el poema de Joyce parece aludir con el ruego no escuchado de un «¡Nunca más, no volved nunca más!»– donde reside la miserable grandeza de una trama que no deja de latir porque, sí, no le queda otra. Lo que narra aquí Yates, con genio y crueldad sofocante y agotadora, es la larga inercia del desamor que sigue al en más de una ocasión breve impulso del amor. Y, alrededor de los Davenport, sexo (regular) y alcohol (mucho) y conversaciones en falso y confesiones mentirosas (tantas) y frustraciones (todas). Y ni siquiera –al caer el sol y salir al jardín a contar estrellas fugaces– la posibilidad de una de esas epifanías con las que el igualmente cáustico pero algo más piadoso John Cheever redimía a los suyos en su hora más luminosamente oscura.
A pesar de ellos mismos
Hacia el final, Lucy parece comprenderlo todo: «Al carajo con el arte… El mundo del arte es un mundito sospechoso. ¿No es gracioso que nos hayamos pasado la vida entera persiguiéndolo? ¿Muriéndonos por estar cerca de alguien que pareciera comprenderlo, como si eso pudiese servirnos de ayuda, no dejando nunca de preguntarnos si tal vez está irremediablemente fuera de nuestro alcance, o incluso si tal vez ni siquiera existe? Porque he aquí una interesante proposición para ti: ¿y si no existe?»
A lo que Frank responde: «Si en algún momento creyera que no existe, pienso que… no sé. Que me volaría la tapa de los sesos».
Y Lucy contraataca: «No, no lo harías. A lo mejor hasta te relajarías por primera vez en tu vida. A lo mejor dejarías de fumar».
La trama no deja de latir porque, sí, no le queda otra
Antes de esta última conversación, un muy yatesiano personaje secundario de primera explica que en realidad no hay diferencia entre las personas fuertes y débiles, que solo creen en eso los escritores a la hora de plasmar a sus personajes; pero que en la vida real es otra cosa. Y para los poderosamente frágiles y reales Davenport en «Jóvenes corazones desolados» –en cuya lectura se experimenta una mezcla de gozo admirado y de agobiante angustia– la vida sigue y sigue, a pesar de todo, de todos, de ellos mismos.
Lo que en el mundo según Yates, ya se sabe, no es necesariamente una buena noticia.
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